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lunes, 22 de septiembre de 2008

Cholito tras las huellas de Lucero

Fragmento de "Cholito tras las huellas de Lucero" 

Por Óscar Colchado Lucio.

      ME DIJERON que en este pueblo de Cólcap, cruzando el río, en los pastizales de un tal Carrasco, encontraría a Lucero, mi venado. "Ahí está pastando. Yo lo he visto", me dijo ayer nomás por la tarde un hombre de Carhuamarca. Lucero, que así se llama mi animal, nunca ha salido pues de Rayan, mi pueblo. Quien se lo haya llevado lo habrá hecho con mala intención seguro. 

      Mi padrino, don Alberto Montañez, cuando me vio llorar en la quebrada, luego de haber visto mis pies llenos de ampollas, me dijo: 

      —No llores, hijo. Compra media librita de coca, y yo echaré la suerte. 

      Él fue quien le dijo al Gumercindo: "Esa muchacha de Aliso no te quiere. Finge nomás para que le compres aretes, anillos y otros lujos. El día menos pensado te dejará." Y dicho y hecho, así fue. Por eso el Gumercindo se ha ido ahora a trabajar a Jimbe. Su ayudante del camionero Bruno es. 

      Cuando le traje su coca, mi padrino después de escogerla bien, soplándola varias veces, me preguntó: 

      —¿Has traído alguna prenda de tu venado? 

      —Sí, padrino —le dije—, aquí está su cinta colorada que le puso al cuello la señorita Amelia, mi maestra, cuando era tiernito. 

      —Suficiente, hijo. Agarrando esa cinta por la punta, tres veces vas a decir el nombre de tu venado, como si le estuvieras llamando. Vamos ahora a echar la suerte poniendo toda nuestra fe, suplicándole a la milagrosa hojita que puede ver todo lo que nuestros ojos de cristiano no ven. 

      Después que yo llamé con todas mis fuerzas por su nombre a mi animalito, mi padrino alzó un puñadito de coca y haciendo una cruz sobre sus labios, sin meterlo a su boca todavía, calladito empezó a rezar, a decir en quechua cosas que yo no pude oír. 

      Mientras hacía eso, yo observaba su cara trigueña llenita de arrugas, sus dientes chiquitos gastados por la cal; su barba
chorreada, puntiaguda y rala; sus ojos desiguales, brilloso uno y opacado por una nube el otro. 

      Al fin, después de mirar varias veces contra el sol los huesitos de la coca, escupiendo al suelo, habló: 

      —Tienes que cruzar, hijo, dos ríos hacia el sur; por ahí lo vas a encontrar.

      HABÍA salido de mi pueblo con lluvia cuando negras nubes se deshacían en un cielo que no era cielo. "Ponte tu poncho y lleva harta cancha para tu fiambre", me dijo mi madre antes de despedirme.

      El arco iris brotaba como una faja de colores en las faldas de la cordillera. De allí venía el viento rugiendo sobre las quebradas. Yo me encaminé en esa dirección a la hora en que los loros, espantados, chillaban al borde de los abismos. 

      Varios muchachos de mi pueblo me vieron bajar de la montaña hacia el río. 

      —¿A dónde va? —escuché preguntar a uno. 

      —A buscar su muerte seguro. 

      Con once años que apenas tengo, mi madre me deja nomás ir a cualquier sitio. 

Confía en mí. Sabe que puedo bastarme por mí mismo. Yo sé que se preocupa, claro, porque cada vez que debo partir a algún lugar, veo en sus ojos un brillo triste, igualito al del sol cuando se pierde tras los lejanos cerros de mi aldea. Yo me hago el desentendido entonces, como que no me doy cuenta. Y ella ya no me dice nada. Calla. Y se vuelve para que yo no la vea llorar. 

      Los otros muchachos de mi edad, jamás van solos más allá del río. Ellos aparte de pastear sus guachos o sus cabras sólo saben jugar a los choloques y matar pájaros con sus hondillas. Sus padres no les consienten hacer cosas de hombres, como barretear o tirar lampa en las chacras. "Son tiernos", dicen. Así será pues. Como yo no tengo padre que trabaje para la mantención de mi casa, tengo que hacer de todo, como los grandes; para ayudarle a mi mamita, que está delgada y pálida desde que mi hermanito el último se muriera con sarampión. 

      Al principio ella no quería que yo trabaje como ahora. "Te va hacer daño", me decía. Y sólo me dejaba desyerbar o regar. Pero yo sentía pena al verla sola abriendo la tierra con su poca fuerza. Por eso dejé de ir a la escuela. Para ayudarla. Para que mis hermanitos no se quedaran nunca de hambre; para que sus barriguitas estuvieran siempre llenas y no les dé así nomás ninguna enfermedad. 

      Ahora mi madre conversa conmigo tratándome como a alguien ya mayor. El otro día me confió que el Rosendo Cerna le había pedido que se case con él. Que le había ofrecido dizque trabajar duro para criarnos a todos. Pero que ella no pudo responderle ni con sí ni con no, porque no sabía si yo estaba de acuerdo. Aunque el Rosendo es buena gente, trabajador el cholo, yo no quiero que viva con mi mamita. Así se lo he hecho saber besándole sus manos ásperas por el trabajo. "Yo te voy a criar, ¿no ves que ya soy un hombre?", le he dicho. Y ella, dejando caer sus lagrimas frías, me ha besado en mi frente, en mis ojos, acariciando mi pelo.

OSCAR COLCHADO LUCIO

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