HOMENAJE A FRANCISCO GONZALES
El Escritor Francisco Gonzáles
Por Marcos Yauri Montero
La época en que conocí personalmente a Francisco Gonzáles fue en 1955. Yo había retornado a Huarás luego de haberme iniciado en la docencia en Sullana, Piura. Él era docente en la Escuela Javier Prado Ugarteche dirigida por un maestro prestigioso, José Landauro. Quien me puso en contacto con él fue el poeta Agustín Loli, habitante de mi barrio, que me acogió con calidez a mi regreso a Huarás con el Botón de Oro y el título de Poeta Laureado que me otorgaron los Juegos Florales Norteños de 1953, organizados por la Universidad Nacional de Trujillo, el Club de Leones y el diario “La Nación”. Don Agustín, Pancho y más tarde el pintor Humberto Chávez, nos encontrábamos de manera permanente en la Plaza de Armas, en las primeras horas de la noche. Hablábamos de pintura, música y de asuntos menudos de la ciudad.
En 1956, me empeñé en crear un grupo cultural cuyo objetivo no sería solamente la literatura, sino la toma de conciencia de la realidad ancashina que merecía cambios. Cuando pensé en quienes lo integrarían, ante mí se abrió un panorama que no había sospechado. Huarás carecía de espíritus forjados en las tareas culturales y con una clara conciencia del mundo y de la vida. Existía la Asociación Ancashina de Escritores y Artistas, que no daba signos de vida: sus integrantes eran personas frías cuyo bagaje cultural o era escaso o se había congelado. En los colegios La Libertad y Santa Rosa, entre los docentes, el panorama no era diferente; quienes enseñaban literatura tenían una frágil información y la que poseían no era sino la que contenían los viejos textos. En ese ambiente nació el Grupo Piedra y Nieve con Agustín Loli, Francisco Gonzáles, Humberto Chávez y Marcos Yauri. Grupo disímil, con diferentes edades cronológicas, vocaciones y formas de pensar y percibir la realidad. Don Agustín era un superviviente de generaciones anteriores, conservador en el fondo, pero tolerante; Humberto más fascinado por la pintura y Pancho con indefiniciones dentro de ese mundo local anclado como todo el país en la realidad neblinosa del siglo XIX. Pese a todo, lo importante fue el nacimiento de Piedra y Nieve, que se abrió al exterior a través de dos amigos míos, el crítico y poeta Abraham Arias Larreta, profesor por entonces en la Universidad de California, y el poeta Florencio de la Sierra, director de la Revista Folklore, en Lima. A éstos, más tarde se sumaron otros amigos: el prestigioso crítico español Luis Monguió, también profesor en la Universidad de California; los poetas peruanos Arturo Corcuera, Alejandro Romualdo, Gustavo Valcárcel y otros. Pancho nos contactó con el poeta colombiano Helcías Martán Góngora, que dirigía y editaba la revista de poesía “Esparavel”. El Grupo lentamente se fue extinguiendo, aunque en verdad la soledad dentro de la que nació la acompañó desde sus inicios. Sin ninguna palabra ni gesto de adiós, el callado alejamiento de tres de sus miembros dejó a Piedra y Nieve con solo su forjador que pudo mantener la publicación de los Cuadernos Semestrales de Poesía hasta 1958.
Pasaron algunos años, Francisco Gonzáles desapareció de Huarás, años después nos contaría que estuvo en Buenos Aires donde estudió filosofía, para luego otra vez desaparecer, y luego a su retorno en unas vacaciones de invierno contarnos que ejercía la dirección de una Escuela Normal en Chachapoyas. Después del terremoto del 70 volvimos a encontrarnos fugazmente; más tarde supe que cesante en la docencia vivía entre Huarás y Lima con frecuentes viajes por Europa y países latinoamericanos, hasta que se estableció en Huarás a raíz de su nombramiento de Director del Instituto Nacional de Cultura Filial Ancash.
Fue a partir de esta etapa que la inquietud que había venido acumulando afloró apasionadamente. Encausó el quehacer cultural movilizando los escasos recursos humanos de la localidad, además sin contar con un bien dotado presupuesto. A ese impulso nacieron varias publicaciones de la Filial Ancashina del INC; las revistas “Queymi”, “Cuadernos de Difusión” y “Kanan” que pasaron, a excepción de la última, de la treintena de números; todas de presentación modesta (impresas a mimeógrafo) y con artículos de los pocos entusiastas intelectuales ancashinos igualmente modestos, que sin embargo (algunos) develaron datos valiosos de diversa índole. Impulsó la realización de ciclos de conferencias, de exposiciones pictóricas, jornadas de danza y música folclóricas, recitales poéticos y temporadas de cine. Todo esto sin descuidar otras áreas, entre ellas visitas programadas a los sitios arqueológicos, a los pueblos alejados a los que dedicó las ediciones de “Queymi”, fomentando así el rescate del espíritu regionalista y coadyuvando al reforzamiento de la identidad. Dentro de este capítulo de publicaciones, forjó el proyecto de editar libros inéditos de escritores ancashinos del pasado o reeditar los ya editados.
El tiempo, el magro presupuesto de la entidad, la morosidad o indiferencia de los llamados a colaborar en esta tarea, hicieron que no pudo coronar el éxito que soñó; solo alcanzó a editar antologías de la producción de Agustín Loli, Teófilo Méndez, Judith Pando, Alejandro Tafur, un conjunto testimonial del Huarás antiguo cuyo autor es el poeta Octavio Hinostroza, titulado: “Estampas huarasinas” y “El Amauta Atusparia” de Ernesto Reyna al celebrarse el centenario de la sublevación campesina más importante del siglo XIX (1985). En esta labor contó con el apoyo del historiador Manuel Reina Loli, compilador y prologuista de dichos volúmenes. ¿De dónde, Pancho Gonzáles extraía tanta energía? Sin duda el centro de su labor venía de su alma en la que bullía el amor a la cultura del terruño, la nostalgia por el Huarás pulverizado por el tiempo, la brutalidad de los hombres y las catástrofes. Esta enfebrecida nostalgia le llevó a hacer suya la expresión que brotó del Comité de Defensa del Pueblo Huarasino que surgió pasado el terremoto del 70 y ante la amenaza de los técnicos de la reconstrucción que imbuidos por una modernidad deshumanizada y deshumanizante, proyectaron un Huarás desidentificado. Esa frase ha quedado para la historia y no es gratuita, ni mucho menos vacía: “Huarás, ciudad sin rostro”.
La reconstrucción cuyo resultado es el Huarás actual, abolió la identidad e inauguró la hibridez. Como en la expresión arguediana, si hemos de aceptar el cemento, éste debe ser el buen cemento y no la monstruosidad de lo monocorde y antihumano cuyas secuelas son lo heteróclito y la tugurización donde el alma regional, (andina, en la expresión de algunos) enfrenta en su propia tierra el desarraigo y el forasterismo, la muerte o una eterna agonía. Desde esta perspectiva debe leerse la producción literaria de Francisco Gonzáles, si no se ha de percibir su contenido a la luz de esta propuesta su obra no será comprendida.
Sus libros de relatos “Doña Ñati” (Lima, 1979) y “Estampas de mi madre” (Lima, 1984), nacidos ante el dolor por la pérdida de su ser querido constituyen una ópera. Como en el guión cinematográfico de ”Hiroshima mon amour” de Marguerite Duras, la trayectoria existencial de su madre se desenvuelve paralela a la vida de Huarás y otros pueblos del Callejón de Huaylas. La ciudad (Huarás), nace, crece, florece y se expande, envejece, agoniza y muere, así como Huarás nació históricamente, floreció, padeció y se pulverizó llevándose toda una época y un mundo, hoy rescatables por la memoria. Ambos libros que trenzan historias, son como los ríos de la vida que caminan hacia la muerte. Son volúmenes con narraciones intrahistóricas.
Las novelas intrahistóricas privilegian la vida común, partiendo de la propuesta de que todo es historiable y no solo lo institucional y político, sino lo minúsculo de la cotidianeidad; la niñez, la vida privada y familiar, pues ese mundo por más pequeño que puede ser se relaciona con la vida del país, y si no se relaciona la retrata. De este modo el tema de la madre trasciende el modelo tradicional. En el relato “Cinco centavos”, de “Estampas de mi madre”, Doña Ñati de pie bajo el umbral de un zaguán espera a su hijo (Pancho) que regresa de la escuela, está lloviendo y el agua que corre lava la calle, esa calle conocida en la híbrida lengua huarasina como “Quichki calli” o “Calle estrecha” y que en el mapa figuraba como Jirón Bolívar. En el mismo relato, el poeta cuenta la historia de esa calle que fue la más popular y genuina del viejo Huarás; nació como una trocha, vinieron las lluvias y sus aguas amasaron la tierra, luego vinieron las gentes que apisonaron el barro con el trajín y nació la calle donde más tarde se abrirían chicherías en las que los transeúntes lugareños y los forasteros cantarían y danzarían con la música del arpa.
Poéticamente a través de la urdimbre del libro se muestra la dicotomía entre la oralidad y la escritura, entre la modernidad y la tradición. La oralidad queda rescatada y al pasar a lo escritural se universaliza. Este mismo fuego y las mismas dualidades llamean en su poemario: “Poemas amorosos” ( Huarás, 1992) de perfecta factura y elevado lirismo; la elegía por el amor y la mujer ausentes, es también la elegía por una ciudad pulverizada. No es un libro lleno de la “malaise”, la enfermedad inventada, como la del poeta Alfred de Musset del romanticismo francés, sino históricamente es el adiós a un tiempo que hace mucho se ha despedido, tiempo que es el mismo al que han retratado nuestras grandes voces, desde Julio Ramón Ribeyro, Antonio Cisneros, Alfredo Bryce Echenique, hasta Edgardo Rivera Martínez y otros, con diverso acento, a veces acre o nostalgioso y en otros momentos con ironía, pero en todo caso en son elegíaco ante un paraíso perdido, que ha llevado por ejemplo a Bryce Echenique (en la crítica del húngaro László Schölz) a ejercer la “novela caótica”, es decir, sin organización y repetitiva.
La historicidad e intrahistoricidad de la novela latinoamericana está presente en obras de enorme importancia: “Cien años de soledad”, entre ellas y sin duda la más importante. El fin de la edad agrícola en Latinoamérica llegó con la conversión del capital rural en financiero, y los ex-terratenientes y sus familias instalados en las urbes modernas al leer sus páginas se reencontraron con la arcadia fenecida, marcando así uno de los factores del éxito mundial de la novela.
Francisco Gonzáles en el primer número de los Cuadernos Semestrales de Poesía Piedra y Nieve publicó solo dos poemas y en los números siguientes ninguno. Su producción empezó a difundirse formalmente con su libro de cuentos: “Vida de perros” (Lima, 1977) cuyas páginas son la historia de protagonistas cánidos; Pancho, introduce en el relato ancashino a los animales como lo hicieron hace tiempo escritores famosos como Rudyard Kipling y Jack London. “Vida de perros” se hermana con “Los días de carbón”, de Rosa Cerna, por sus protagonistas; tuvo una acogida cálida por la crítica limeña expresada por Ricardo González Vigil. Pero Pancho, seguramente por la asfixia burocrática se alejó de la narración para reaparecer con su segundo libro narrativo: “El transeúnte” ( Huarás, 1999), volumen que aborda el tema del viajero en vehículos destartalados y malolientes, dentro de una atmósfera cruda, como La ciudad (Huarás), nace, crece, florece y se expande, envejece, agoniza y muere, así como Huarás nació históricamente, floreció, padeció y se pulverizó llevándose toda una época y un mundo, hoy rescatables por la memoria. los personajes de las pinturas de Daumier; y, al mismo tiempo es un viaje al yo, que lidia con el pasado y el presente; a la interioridad contestaria frente a la realidad del país en crisis que socialmente genera un padecimiento existencial. Antes de “El transeúnte”, publicó “Europa, 1982”, libro de prosa escueta, poco comunicativa, con escasa visión del tesoro artístico, cultural de las viejas ciudades del mundo occidental; Pancho desperdició la oportunidad de mostrarnos un bello libro de viajes.
A su libro “Poemas amorosos”, hay que sumar. “Poemario escolar” y “Retablo de poemas”, ambos en tono menor. Y de modo general su producción se acrece con sus libros: “Adivinanzas infantiles y populares” y “365 mantras”. El primero, un rescate de la oralidad y una colección prístina de una literatura popular. Y, ¿acaso su afán por descubrir la verdad lo indujo a escribir sentencias y pensamientos (al estilo hindú), que luego reunió y publicó con ese título de “365 mantras”? Vale la pena recordar una anécdota. Cuando viajaba, todo el tiempo que cubría el periplo, se imponía el deber de producir un pensamiento, una “mantra”, cada noche de su ausencia del país; de esto se deduce que el tiempo que estuvo ausente del terruño y del Perú, exceptuando su estancia en Buenos Aires, suma 365 noches, un año; y además devela la soledad que siempre le acompañó, y la nostalgia por el solar nativo que había quedado atrás.
Mención especial merece el libro “Huarás: visión integral” (Lima, 1992) del que fue compilador y editor. Con este volumen Francisco Gonzáles inaugura la investigación etnológica de la provincia de Huarás, una línea de trabajo intelectual aún virgen en esa región. El libro reúne trabajos de diversos autores, cada uno especialista en una rama. Contiene la historia del distrito huarasino: su origen y evolución, la producción artesanal, el folclor, los trabajos arqueológicos, las plantas medicinales. A esta información diversificada, se suma el trabajo del propio Francisco Gonzáles: el estudio de las 87 estancias que cubren el espacio físico del distrito. Esta tarea que pudo cumplir con éxito, además de ser una hazaña, es una invitación a los intelectuales ancashinos a continuar esa línea de investigación.
Retirado a la vida privada se dedicó con indeclinable voluntad a seguir editando la Revista que ya había fundado: “Asterisco”. En su primera etapa fue modesta no porque él lo quiso, sino porla indiferencia y en algunos casos por la negativa de los intelectuales para que colaboraran con su producción. En su segunda etapa, merced al apoyo del ingeniero huarasino Aníbal Landauro Mosquera (fue su alumno en la primaria) que desde Bruselas le daba aliento, y de nuevos intelectuales, entre ellos Carlos Toledo (que también fue su alumno), Segundo Castro, Vidal Guerrero Támara, “Asterisco”, en palabras de Toledo que pronunció al presentar el No 5, se convirtió en un órgano de orientación regional, por “…la orientación e inclusión de nuevos colaboradores”. El amor que siguió ardiendo en su espíritu lo hizo perseverar hasta editar el No 18, en julio del 2005, dentro de un tiempo en que nuevamente se había quedado solo por el alejamiento de quienes le brindaron su ayuda intelectual y moral, a excepción de Aníbal Landauro Mosquera. Al poeta y periodista Omar Robles, en su visita postrera le había dicho: “Me has ganado, tú has llegado al No 19 de “Kordillera”. ¿Pancho se sintió derrotado? Creo firmemente que fue un decir, pues en su espíritu es seguro que tenía ya pensado el No 19 de “Asterisco”, la única Revista ancashina que embistió al tiempo durante 20 años, en un mundo donde las inquietudes nacen y mueren con asombrosa velocidad sin haber impreso huellas útiles a la memoria.
Aquí se quedan nuestras palabras. La vida, obra y muerte de Francisco Gonzáles es un tema para reflexionar. ¿Persistirán la soledad y la indiferencia en que trabajan nuestros creadores? ¿El pueblo abandonará a sus pensadores? Hace muchos años, cuando transitaba como estudiante por las aulas y claustros de la universidad bolivariana donde me forjé, en un voluminoso libro sobre arte y literatura del filósofo polaco Wladimir Weidlé, hallé profundas reflexiones, una de ellas decía que malditos eran los pueblos que abandonan a sus poetas; Ancash, Huarás, no están en esas condiciones. Pues, allí viven, trabajan, crean y piensan y luchan muchos profesionales. Viven, escriben, leen, reflexionan, ejercen la docencia y tienen buenos escuchas.
De esos trabajadores del pensamiento y la palabra, hay de varias generaciones. Algunos, ya alisan canas porque han tramontado la mitad del camino o están a punto de tramontarla, vale decir que se encuentran en el meridiano de la madurez, entre ellos Carlos Toledo, Segundo Castro, Macedonio Villafán, Félix Julca, Florencio Quito, Santiago Matos Colchado, Olimpio Cotillo, Marco Rodríguez, Abdón Dextre. Otros que les siguen: Ricardo Ayllón, Ricardo Virhuez, Vidal Támara Guerrero, José Antonio Salazar, Samuel Paredes, Efraín Rosales Alvarado, César Ropón, Yehudi Collas, Óscar Roldán, José Cerna, Ángel Aranda, Hugo Tinoco; y los más jóvenes: Omar Robles, Dante Gonzáles, Antonio Cáceres, Rafael Ángeles Yauri.
No están ausentes las mujeres, entre ellas Ada Oliveros, Tania Guerrero, Lily Camones Gonzáles, Flormila Verde, Violeta Ardiles, Emma Shirley Díaz Mallqui; muchos más, de quienes mientras escribo esta comunicación, no tengo a la vista sus nombres. Todos están llamados a conjurar la crisis, e incidir sobre la cultura ancashina, único territorio capaz de transmitir el pasado, retener el presente y apuntar al futuro.
En la cultura está la esencia y la raíz de un pueblo; el pintoresquismo es una forma de mercantilismo, que trata de vender el paisaje, pero su mercantilización trae a veces nefastas consecuencias, como por ejemplo la destrucción irreversible de los glaciares de Pastoruri. En el No 17 de “Kordillera’, prestigiosa revista de literatura dirigida y editada por Omar Robles, Javier Morales Mena, un representante de la nueva crítica literaria, en relación a este tópico, ha escrito: “Llamamos la atención a las instituciones que forman especialistas en el conocimiento de discursos literarios (…) que han descuidado imperdonablemente la reflexión alturada y rigurosa sobre la tradición literaria regional”.
El poeta griego Giorgios Seferis, autor de “El Zorzal”, un libro de bellos poemas trágicos, escribió este verso estremecedor: “Los viejos maestros que nos dejaron huérfanos”. No les lloremos a esos viejos fundadores, si nuestro homenaje es sincero, trabajemos con responsabilidad. El trabajo hará que dejemos de ser huérfanos. Amén.
Aquí se quedan nuestras palabras. La vida, obra y muerte de Francisco Gonzáles es un tema para reflexionar. ¿Persistirán la soledad y la indiferencia en que trabajan nuestros creadores? ¿El pueblo abandonará a sus pensadores?
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