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domingo, 18 de octubre de 2009

Parricidio y glorificación

Fuente: elcomercio.pe Dominical 18-10-2009

Por: Ricardo González Vigil*

Sabido es que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, tomó clara conciencia del complejo de Edipo leyendo “Los hermanos Karamazov”, novela de Dostoievski que gira alrededor de un parricidio y en la que el personaje Iván sostiene que todos los seres humanos hemos deseado alguna vez, aunque sea en sueños, asesinar a nuestro padre. Los cuatro hijos Karamazov están implicados de diversas maneras: de obra, Smerdiakov; de palabra, Mitia; de pensamiento, Iván; y por omisión, Aliosha. La propia biografía de Dostoievski registra el odio al padre como raíz neurótica de su epilepsia y excesos maniáticos (su ludopatía, por ejemplo).

Adoración de la madre en Proust

El componente parricida del complejo de Edipo puede detectarse, en mayor o menor medida, en los tres novelistas más reverenciados del siglo XX, todos ellos contemporáneos de los libros de Freud: el francés Marcel Proust, el irlandés James Joyce y el checo Franz Kafka. El que más claramente ilustra el complejo de Edipo es Proust, tanto por su negación del padre como por su neurótica dependencia afectiva de su madre (un erotismo soterrado, posesivo, sadomasoquista). Proust era asmático y enfermizo, y así dinamitaba la autoridad paterna, ya que su padre era uno de los médicos más eminentes de su tiempo.

Negar al padre

En Joyce y Kafka actúa la negación del padre pero no la adoración de la madre. La madre es una figura minimizada, incapaz de llenar el vacío afectivo en el hogar. El padre de Joyce pecó por ausencia, irresponsable total: borracho y amiguero, huía de una casa en la que su mujer y sus hijos padecían una pobreza cercana a la indigencia. El adolescente Joyce conceptuó que su familia y su patria eran un lastre, que debía entregarse libremente a su vocación, la de “la raza increada” de Dédalo, conforme plantea en su novela “Retrato del artista adolescente”. Y en la siguiente novela, “Ulises”, su alter ego Stephen Dedalus semeja un Telémaco con el padre ausente, al que Bloom quiere adoptar como hijo.

La carta de Kafka

El caso predilecto de los psicoanalistas es el de Kafka, sustentado por un texto excepcional: la “Carta al padre”, escrita en 1919, cuando Franz Kafka tenía 35 o 36 años. Es el contraste con la proclamación de plenitud y optimismo del poeta y humanista estadounidense Walt Whitman (1819-1892), en su “Canto a mí mismo”, compuesto “a los treintisiete años de edad, con la salud perfecta”. Kafka, en cambio, “empezó a escribir la “Carta al padre” justo en el comienzo de su enfermedad terminal, como un último intento de hacer un balance” (Nicholas Murray: “Kafka: literatura y pasión”, Buenos Aires, El Ateneo, 2006; p. 302). A su vez, Whitman remitía al poema de Lord Byron “Al cumplir treinta y seis años de edad”, dispuesto a ofrendar su vida por la independencia de Grecia, ansioso de la gloria del heroísmo. Todos, por cierto, tenían en mente a Dante con sus 35 años de edad (la “mitad del camino de la vida”) metido en una “selva oscura”.

Además de su mala salud, Kafka estaba muy irritado por la conducta opresiva de su padre, por la oposición a su relación amorosa con Julie Wohryzek (no entendía el padre que la prefiriera a la sensata y burguesa Felice Bauer) y al deseo de su hermana Ottilie de casarse con un cristiano (los Kafka eran judíos, aclaremos). Adiestrado por sus estudios y sus labores de abogado, Franz le imprime a la “Carta al padre” un tono jurídico o procesal, combinando la denuncia o alegato de un fiscal (el padre como reo y Kafka como víctima) con la autodefensa de quien no logra erigirse en abogado cabal de sí mismo, porque padece un angustiante sentimiento de culpa al no ser el hijo que su padre hubiera anhelado.

Dañar sin querer

Lo principal en la carta de Franz Kafka resulta la lucidez y la sutileza con que retrata el daño que los padres, sin pretenderlo, causan a los hijos, cuando apenas les dedican tiempo (Hermann, su padre, estaba casi todo el día en la tienda y se ufanaba de haber tenido que mantenerse a sí mismo cuando niño y ahora ser el pilar económico de la familia); cuando imponen reglas que no tienen en cuenta las aptitudes e intereses del hijo (se yerguen en la ley omnipotente, incomprensiblemente distante y ajena, de tantos escritos de Franz); cuando se autoelogian para desmerecer comparativamente al hijo (peor si usan la ironía y el tono perdonavidas, como hacía Hermann) y cuando dan pocas muestras de cariño, mientras que se esmeran en expresar la reprensión o el desagrado. Nótese que Franz pensaba entregar su carta a Hermann, pero nunca se atrevió; prueba contundente de que lo amordazaba el miedo al padre, ese que menciona en la primera frase de su carta: “Hace poco, me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte, justamente por el miedo que te tengo, y en parte, porque para fundamentar ese miedo debería entrar en demasiados detalles que no podría mantener medianamente unidos en mi mente durante la conversación”.

Padres ejemplares

Para evitar fáciles generalizaciones edípicas, conviene señalar que existen numerosos ejemplos de grandes escritores que han glorificado al padre, erigiéndolo en modelo de conducta. Pensemos en la más hermosa elegía del idioma español, las “Coplas” de Jorge Manrique; enaltecen al padre como el ideal del caballero cristiano, cabeza virtuosa del hogar: falleció “rodeado de su mujer, / de sus hijos, hermanos / y criados”, legando una herencia moral (“nos dejó harto consuelo / su memoria”). En las letras peruanas, resplandece la manera cómo el Inca Garcilaso, dispuesto a reparar la honra de su padre (difamado por algunos cronistas como traidor al rey), entró al Ejército para alcanzar el grado de capitán que tuvo su padre y, luego, culmina sus escritos con el elogio fúnebre de su padre, al final de la segunda parte de sus “Comentarios reales”. Ahí es un “hombre venido del Cielo”, una especie de nuevo inca para tiempos de mestizaje, justificando que el cronista se autodenomine Inca Garcilaso de la Vega. Consignemos, de otro lado, la idealización paterna a cargo de Ciro Alegría y, menos rotunda, de José María Arguedas.Pero la apoteosis se encuentra en “Los heraldos negros” de César Vallejo, a quien se ha tratado erróneamente de caracterizar como un Edipo, por aquello de “La mujer de mi padre está enamorada de mí” del poema “El buen sentido”. El amor paterno encarna el evangelio humano de Vallejo: en el poema “Enereida” realiza la Buena Nueva de vencer a la muerte, logrando que la mañana del Año Nuevo (“llena de gracia”, como la Virgen María en la Anunciación) engendre “Verbos plurales” (sus hijos), inaugurando una “eterna vida”.

[*] Crítico literario, escritor, académico de la Lengua.

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