Nuestra Inivitada
Nació en Madrid en diciembre de 1954. Sus últimos trabajos y publicaciones han sido: El quinto mandamiento en: "Un lugar donde vivir", Edit. Dragontinas, 2005; In crescendo, once microrrelatos, en: "Tusitala (el narrador)", Edit. Adamar Servicio Integral de Ediciones, 2005; Diálogo de besugos en: “Lugares de paso”, editado por Escuela de Escritores, 2006; y ¡Adiós, concha, adiós!, periódico de la Asociación de Vecinos de Aluche, marzo, 2006. En 2005 preparó más de un centenar de poemas para ser convertidos en canciones para el cantante tinerfeño Miguel Páez González (nombre artístico: Pel). Fueron divididos en dos cuadernos: Contigo somos tres -Poemas para canciones 1ª parte- y Amor callado, amor secreto.
En cuanto a sus premios y menciones, destacan el Segundo Premio en el VII Certamen literario de Narrativa otorgado por el Centro Cultural Extremeño de Aluche al relato Galileo Láinez Macho o, algunas mujeres también son acosadoras; la selección en II Concurso de Relatos para leer en tres minutos "Luis del Val", convocado por el Ayuntamiento de la Villa de Sallent de Gállego del relato ¿Cuántos tantos? (publicado el 25 de octubre de 2005. La antología lleva por título "Relatos para Sallent"); y el Primer Premio en el V Concurso de Microrrelatos convocado por “El Rincón de El Vago” al hiperbreve titulado Fantasía.
Publicó sus obras el 26 de mayo de 2004.
Fuente: Estandarte.com
Juana Castillo Escobar
Amado llegó corriendo del colegio, puntual, con la idea de encerrarse, como acostumbra, en el gabinete (un salón rectangular de suelo de baldosa cocida, en tonos verdes, y con una greca bordeándolo). Para él se trata de la habitación más acogedora de la casona donde suele preparar los deberes y leer alguno de los libros prohibidos que tanto llaman su atención.
Fuera llueve a cántaros. Empapado como está, estornudando, atraviesa el largo pasillo de madera. Las botas suenan chof-chof-chof a cada paso, y sus huellas se marcan sobre la tarima aún brillante y con olor a cera. El muchacho pregunta en su camino hasta el gabinete, más que nada por quitarse miedos infantiles:
- ¡Hola! ¿Es que no hay nadie en casa? ¿Dónde os habéis metido?
Silencio.
Al entrar corriendo en la habitación, las botas mojadas le hacen resbalar y caer al suelo. Y, de pronto, inexplicablemente, comienza a llorar. Ahora grita como un poseso:
- Me he clavado la esquina de la mesa en mitad del trasero. Casi me lo parto. ¿Es que no hay nadie en casa que me pueda ayudar? ¿A nadie le importa lo que me ocurre? ¿Por qué me castigáis dejándome solo?
El vacío es lo único que obtiene por respuesta.
Está, como ocurre invariablemente los últimos meses, solo en casa. Es más, hoy no tiene el arrullo de los gorriones jugueteando en la baranda del balcón, también ellos le abandonan. Fuera hace mucho frío, el cielo tormentoso no para de volcar litros y litros de agua que el fuerte viento arrastra hasta los cristales del gabinete. Amado llega a la triste conclusión que de nada sirve su llanto histérico. Considera que lo mejor es callarse, el llorar es un gasto inútil de energía. Más tranquilo se levanta del suelo. Mira a su alrededor con ojos de búho. Al menos, han tenido la delicadeza de encender la chimenea, podrá calentarse al amor de la lumbre, secar sus cabellos revueltos y ensortijados de un castaño clarito y muy brillantes, o los pies empapados, mientras disfruta del aroma a resina que desprenden las teas al arder.
- Pues yo no voy a ser tan delicado -gruñe-. Las manchas de las botas sobre la madera del pasillo pienso dejarlas. Mi madre chillará al verlas. Dirá que le estropeo el barnizado, que soy un vándalo incorregible, que le pongo los nervios de punta y no sé cuántas cosas más... ¡Todo me importa una mierda! ¿Oís? Como estoy solo digo lo que quiero: mierda, mierda, mierda...
Una idea se le vino a la mente. Fue como la arcada anterior al vómito. Si saber bien por qué aquel pensamiento le produjo náuseas: los adultos le parecían seres incomprensibles. Tanto, que no lograba entenderlos.
Recuerda con ternura un tiempo no lejano, cuando era algo más pequeño, en el que los mayores trataban de llamar su atención. Le hacían tantas carantoñas que terminaban por incomodarle. Los más circunspectos amigos de su padre no dudaban en hacer el payaso ante él cuando éste le llevaba a su enorme despacho en la Bolsa.
También las amigas del Ropero de su madre se excedían en sus parabienes tirándole pellizcos en las mejillas, llenas y sonrosadas, besuqueándoselas y llenándolas de baba o carmín; sin recato reían sus gracias las soirées de partida en el gabinete, cuando aún hacía frío, envueltas en Chanel número 5, Miss Dior o Aires de Loewe. Ahora su madre salía de casa todas las tardes: unas a tomar el té con las señoritas de Nosécuántos, otras al gimnasio, otras a colaborar con una ONG con el fin de ayudar a los niños necesitados del África negra... Siempre estaba ocupada, siempre fuera de casa, pero atendiendo a otros que no eran él. Un día, de repente, su madre decidió que ya no precisaba de los cuidados de la Tata. Todo lo bueno había desaparecido. ¿Por qué?, se preguntaba Amado. ¿Por qué? ¿Tan malo era?
Tras dar muchas vueltas a la cabeza llega a una dolorosa conclusión ayudado al ver su imagen reflejada en el gran espejo de marco rococó y cubierto de pan de oro que colgaba de una de las paredes: había crecido tanto en aquellos meses que, en alguna ocasión, llegó a pensar que no se detendría más. Todo el encanto de la infancia lo perdió al dar comienzo a una transformación que lo estaba convirtiendo en un mozalbete larguirucho, con un cuello al que le empezaba a asomar una feísima prominencia, una voz que pasaba del más fino agudo al grave más profundo, y unos granos insufribles que estaban tomando posesión de su cara. No era extraño que ya no le prestaran ninguna atención. Quien más se preocupaba por él era el psicólogo a quien visitaba dos veces por semana. Éste le decía:
- Amado, lo que pasa contigo es que eres un niño que aventajas a todos los de tu edad. Piensas más de lo que debes. De siempre has sido demasiado precoz, en todo. A nadie se le ocurriría decir lo que me dijiste cuando tenías siete años: si tan amado eras para tus padres, que te pusieron incluso este nombre que tanto te disgusta, ¿por qué te tienen tan abandonado? ¿Al cuidado de la Tata? ¿Solo? Hoy opinas que deberían llamarte Ignoro... Procuraré hablar con ellos en un momento que encuentren libre.
El muchacho sabe que sus ocupaciones no les permitirán hablar con él. Lo mejor es lo de siempre: resguardarse en el gabinete, no sólo para preparar las clases, sino también para vivir en otros mundos excitantes aventuras, traspasar ámbitos prohibidos, salvaguardados en aquellos viejos y polvorientos tomos. Algún día escribirá su historia, en el gabinete que tanto le inspira. Por ahora se encuentra expectante. Se siente como un viajero que aguarda la llegada de un tren que le conducirá a un mundo diferente, al mundo que él mismo logre construir. Por ahora aguarda en una estación llamada soledad, un alto en su camino de niño a hombre. Pero no importa. Nada importa.
En voz alta se alenta a sí mismo:
- El tiempo pasa, me haré mayor... Llegarán los años en que yo cuente...
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