Nuestra Invitada
Marina Isabel de Anda Otero
—Es mi turno de escoger —dijo Isabel.
—Está bien, pero no elijas nada violento —dijo David.
—Qué aburrido eres —reclamó ella.
Compraron boletos para la función de las diez. Un filme de época tan divertido como la misa de las seis de la mañana. Isabel salió bostezando de la sala.
—¡Ya entendí, ya entendí! —dijo David.
—¿Qué? ¡Yo no he dicho nada! —exclamó Isabel.
—Bueno, para compensar la pérdida de tiempo, te llevaré a la pista de patinaje.
—¡Gracias! —dijo contenta, y se puso de puntillas para besarlo.
Se fueron abrazados en dirección a la calle principal, donde tomaron un taxi.
El lugar estaba repleto, pero aun así alquilaron un par de patines y se metieron en la pista, donde, cogidos del brazo, rieron y jugaron como tontos, tropezando con los demás como si no existieran, hasta que poco a poco la pista se fue vaciando debido a la avanzada hora. Un guardia los tuvo que correr.
La casa de Isabel estaba algo retirada, pero ellos prefirieron caminar para prolongar el tiempo que pasaban juntos.
—¿Qué te gusta más? —preguntó Isabel, después de un largo silencio—. ¿Los Cedros o Jacintos?
—¿Para vivir una vez que nos casemos? —respondió David—. Creo que Los Cedros, hay una escuela muy cerca.
—Estás diciendo que...
—¿No planeas tener hijos?
—Por supuesto, pero, nunca creí que lo plantearas tú.
—Hay que pensar a largo plazo —sentenció David mientras la abrazaba.
Isabel y David se habían conocido desde niños, profesándose siempre mutuo cariño. Vivían a tan sólo unos pasos el uno del otro. Eran compañeros de juegos, travesuras, de regaños y castigos. Celebraron juntos cada Navidad, Año Nuevo, cumpleaños y Halloween desde que tenían cinco años. Ya en la adolescencia, decidieron formalizar su relación, y para la adultez, todo el vecindario sabía que terminarían casándose y no hablaban de uno sin involucrar al otro.
El padre de Isabel tenía un taller mecánico y ambos chicos se convirtieron en excelentes asistentes. Era divertido pasar el tiempo ahí. Herramientas, llantas, motores, carburadores, grasa, siempre había algo que hacer. Para los quince años, Isabel era toda una experta. Aunque David era también un buen mecánico, ella tenía un don especial para detectar cualquier avería. Eran un equipo muy bien compenetrado, y el padre de la chica se sentía muy orgulloso de ambos. Tenía una hija que seguiría su camino, y un yerno que estaría ahí para apoyarla.
Para ganarse al chico, el padre le obsequió una hermosa colección de coches en miniatura, todos clásicos. A David le brillaban los ojos cuando vio el regalo y ése fue su más preciado tesoro, incluso en la adultez.
Cuando el padre de Isabel murió ella tenía casi diecinueve años. Juntos se encargaron del negocio. Y como ella se había quedado completamente sola, pues su madre había muerto muchos años atrás cuando era muy niña y no tenía ningún otro pariente cercano, David se convirtió en su única familia.
Seis meses después, Isabel contrató a una mujer para que se encargara de la casa; era bastante grande y no podía hacerse cargo de ella porque pasaba casi todo el tiempo en el taller. Llegaba muy temprano por la mañana y se retiraba a las tres. A veces se quedaba a dormir. Marta era una mujer bastante joven, tenía alrededor de treinta y cinco años. Por ser una figura femenina que Isabel nunca había tenido, pronto se hicieron buenas amigas, y más tarde confidentes. Isabel le contaba todo lo que le acontecía, y Marta era una oyente muy paciente, además de sabia y sensata, y pronto se convirtió en amiga de David.
Así trascurrieron pocos años, y cuando ambos chicos cumplieron veintiuno, se comprometieron y comenzaron a organizar los preparativos de su boda.
Era septiembre y para marzo planeaban ser marido y mujer.
—No hay que deshacernos del Buick —exclamó Isabel, mientras seguían caminando—. Me encanta ese coche.
—Mientras puedas hacerle tantas reparaciones... —dijo David.
—Bueno, unos cuantos años más sí puede caminar.
—Puedes conservar la carcasa y cambiarle el motor.
—Tal vez —dijo—, hasta que lo pida. Mientras tanto, se queda como está.
—¡Pues yo me quedo con el viejo sillón de mi abuelo! —replicó, juguetón—. ¡Y no hay derecho a réplica!
—¡Tonto! —exclamó con una risa.
Al llegar al pórtico, David la sujetó por la cintura y la besó, Isabel le rodeó el cuello con los brazos, aunque tuvo que ponerse de puntillas pues él era muy alto. Hacían una bella pareja, ella, de cara ovalada, alta, y con el cabello del tono de la noche sin estrellas. Él, alto y delgado. No era nada apuesto, pero su cara cubierta de pecas y su cabello rojo le daban un aire divertido, y su mirada revelaba sencillez.
Después de unos segundos se separaron. Ella mantenía los ojos cerrados, como si no quisiera despertar de un sueño, y él la contemplaba, acariciándole el largo cabello.
—Hasta mañana —dijo Isabel.
—Hasta mañana, sueña conmigo —dijo David, guiñándole un ojo.
—Lo haré —dijo ella con una sonrisa, mientras cerraba la puerta.
Las jornadas siguientes fueron intensas, había alrededor de siete coches en reparación. Tomando en cuenta que eran dos personas, por muy diestras que fueran, resultaba abrumador.
A veces los chicos bromeaban respecto a su unión, les hacía sentir menos tensos. Una tarde, mientras Isabel yacía bajo el coche de la señora Chase, un viejo Mustang, comentó:
—¿Sabías que otra pareja se casa el mismo día que nosotros?
—¿En serio? —exclamó David.
—Me lo dijo el sacerdote que oficiará la misa.
—Estoy seguro de que la novia no es tan hermosa como tú —afirmó él.
—Y yo te aseguro que el novio no se dormirá en la homilía como cierta persona que conozco.
—Te prometo tomar diez cafés ese día.
—Y en medio de la celebración le vas a pedir permiso al cura para ir al baño.
David le arrojó la toalla que estaba usando para secarse el sudor.
—¡Qué asco! —se quejó ella. Y ambos comenzaron a reír.
En esa semana Isabel se encargó de elegir el pastel y los centros de mesa, y él contrató a los músicos.
Marta también tenía una activa participación en los preparativos. Ella hizo las invitaciones y las envió a los destinatarios, los ayudó a elegir los anillos, además de aceptar entregar a la novia en la iglesia.
Algunas veces Isabel terminaba tan cansada que dormía con la ropa puesta y se daba cuenta al día siguiente, o ni siquiera llegaba a su cama y se despertaba en el sillón de la sala.
Las siguientes semanas, David estuvo distante. Ella lo atribuyó a la proximidad de la boda, pues ella misma estaba nerviosa. Parecía distraído, y cometía bastantes errores en el taller, no muy graves, pero poco comunes en él. Isabel no le reprochaba nada, sabía que casarse no era cosa fácil.
Un día, a mediados de diciembre, Isabel fue al centro comercial a comprar material para los recuerdos que se obsequian a los invitados, cuando al dar la vuelta por la nevería, alcanzó a ver una cabellera conocida.
David estaba de pie, recargado en la pared, y a un lado una chica. Ella le tomaba la mano y él le rodeaba con el brazo la cintura. Su mirada tropezó con la de Isabel, y la miró como si fuera una visión tan repugnante como un pañal usado. Después besó a la chica largamente y la estrechó con más fuerza. Ella también era pelirroja, aunque su tono era más parecido al de las zanahorias.
Isabel sintió que le clavaban un puñal en el corazón. Las piernas no le respondían y tuvo náuseas. Jamás había sentido tanta humillación, pero levantó la cabeza y se marchó.
Tan pronto llegó a la esquina más próxima y la ocultaron los arbustos, comenzó a vomitar. Estuvo así hasta casi desmayarse, y como pudo, tomó un taxi y regresó a casa.
Ya en casa, corrió a su habitación y se encerró. Lloró casi toda la noche, pensando en todas las ocasiones que él le había dicho que pasarían la vida juntos, que eran el uno para el otro, que nadie lo entendía como ella. Los miles de besos, todos esos años de noviazgo.
El dolor era casi insoportable, la habitación le pareció pequeña, y por todos lados veía retratos, regalos, tarjetas, todo le recordaba a David. Estaba tan exhausta, sólo quería dormir, pero le era imposible. Cada vez que cerraba los ojos veía la escena en el centro comercial. A un lado, en un taburete, había un frasco con píldoras para dormir, sabía que su límite eran cuatro, y que más de siete podían ser mortales, así que tomó cinco, para dormir tan profundamente como fuera posible, pero sin hacerse daño.
Un sopor la invadió cinco minutos después, y lo último que pensó fue en la mirada que él le había dirigido.
Qué agradable sensación. Todo es oscuridad, tibieza, olvido, nada. No hay recuerdos, preocupaciones, dolor, ni siquiera un nombre. ¿Qué es un nombre? No hay identidad, ni forma corpórea o género en el vasto universo de la inconciencia. Ahora todo es perfecto, y...
Un momento, algo no está bien, algo no encaja, es esa molesta sensación de posición en el espacio, y con esa sensación viene la luz, y una voz insistente pronunciando un sonido conocido.
Isabel...
Isabel...
Isabel...
—¡Isabel, despierta!
—¿Qué? —exclamó aturdida.
—¡Has dormido más de veinticuatro horas!
—¿Qué son horas?
—¿Te sientes bien?
—Ahh, Marta —dijo—. Sí, eso creo.
—No tienes buena cara —dijo preocupada, y le tocó la frente—. Le diré a David que no irás a trabajar.
Al escuchar ese nombre el dolor volvió, el sofoco, las ganas de llorar, una pesadez en el cuerpo que le impedía caminar. Marta se dio cuenta del repentino cambio.
—Recuéstate —dijo—. Parece que pescaste un virus, te traeré algo para desayunar.
—No tengo hambre —rezongó.
—Está bien, pero si en dos horas no comes te serviré algo, quieras o no.
Marta acomodó los almohadones, la cubrió hasta el mentón, y abandonó la habitación.
Isabel agradeció la soledad. El dolor de cabeza era taladrante. Se acurrucó y trató de volver a dormir.
Daría todo por regresar a la inconciencia, pensó. Felices los comatosos. No escuchan, no ven, no sienten. Cambiaría su lugar gustosa con uno de ellos y abrazaría la negrura de su propia mente, sin estímulos exteriores. Ni siquiera la muerte podría proporcionarle tanto placer, pues no sabía si había vida más allá. Y vida era lo que no quería.
Marta apareció casi dos horas después con una bandeja. La sirvió en la cama y se quedó observando.
—Te prometo que comeré —dijo—. Dame tiempo.
—No es eso —dijo Marta—. Es que estás muy pálida.
—Sólo es cansancio —mintió—. Desde que papá murió no he tomado ni un día de descanso.
—Bueno —dijo—, te dejaré dormir, si necesitas algo estaré abajo.
—Gracias, Marta.
Marta se acercó a la puerta, pero antes de cerrar le echó una última mirada a Isabel, como evaluando su estado.
La televisión no era un entretenimiento muy consolador. En realidad, ni siquiera estaba prestando atención. Pensaba en lo que él estaría haciendo en ese momento. ¿Pero qué estaba pensando ella? ¿Por qué estaba encerrada? ¿Para qué esconderse? Pero si él era el que debería estar enclaustrado, avergonzado, no ella. Había que aclarar las cosas.
Lavó su cara, cepilló su cabello, y se vistió de manera cuidadosa.
Marta lavaba los platos de espaldas a la puerta, de modo que no pudo ver que Isabel salía de la casa, y ella lo quería así. El camino al taller fue un suplicio, tenía miedo de mirarlo a los ojos y no ver más el amor en ellos, de ver indiferencia, pero saberlo era mejor que la horrible incertidumbre.
Como esperaba, el taller estaba abierto, y desde la calle pudo ver la espalda de David cubierta de sudor. El corazón le palpitó deprisa, y trató de sosegarse.
Cuando llegó a la entrada, David ya se había vuelto y la vio. Su rostro expresó una fingida sorpresa. Ella se paró frente a él, con los brazos cruzados, y esperó.
—¡Hola, Isy!
—¿No tienes nada que decirme? —dijo Isabel fríamente.
—No quería que lo supieses así —dijo sin emoción.
—¿Y cómo querías que lo supiera? —dijo sarcástica— ¿Me mandarías una tarjeta, o lo publicarías en el periódico local?
—Estaba esperando el momento —dijo al tiempo que se pasaba una mano por el pelo.
—¿En qué momento? ¿Cuándo tuvieran su tercer hijo?
—Es curioso que lo digas.
—¿Por qué? —preguntó con molestia ella.
—Es que...
Vaciló.
—Está embarazada.
—¡Qué!
Isabel tenía el rostro desencajado, las venas palpitantes en las sienes.
—¿Y tú eres el padre?
—Sí.
—No lo puedo creer.
Un pájaro comenzó a trinar en el jardín. Su canto parecía sonar en estereofónico.
—¿Hace cuánto tiempo que me engañas?
—Ehh, tres meses.
—¡Tres meses! ¿Es decir que, mientras escogíamos las flores, pensabas qué nombre le pondrías al niño?
—Sólo sucedió.
—¿Quién es ella?
—La conocí en el taller, trajo su coche a reparar —dijo—. Tú habías salido del pueblo.
—¿Hace cuánto dejaste de amarme? —preguntó alterada.
—¿Qué?
—¿Hace cuánto? —insistió.
—Emm...
—Estoy esperando —dijo cruzando los brazos.
—Nunca te he amado —dijo desafiante.
—¿Qué? ¿Cómo pudiste fingir todos estos años?
—Es decir, creí que te amaba, pero la conocí a ella...
Isabel retrocedió tambaleante.
—Y no sé, hay algo muy fuerte entre nosotros. Cuando la beso, siento que floto, la veo y mis piernas tiemblan...
Se sintió mareada.
—... estaba cansado, aburrido, quería algo diferente, conocer otras chicas...
El mundo le daba vueltas.
—... una sensación diferente, y supe que era amor...
—¡Ya deja de hablar! —dijo, tocándose la frente.
David se aproximó para sostenerla, pero Isabel lo empujó.
—¡No me toques! —gritó.
—¿Acaso tú no te sentías igual que yo?
—¡No! —volvió a gritar pero con más fuerza—. ¡Yo te amaba!
—Ay, Isy —dijo como si fuera la chica más tonta del planeta.
—Ya no soy Isy para ti.
Isabel no podía replicar más porque era como hablarle a un extraño; sólo dio media vuelta y salió por la puerta de madera que habían construido juntos, pasó junto al árbol donde estaban grabados sus nombres, del cual colgaba el columpio en el que habían jugado de niños.
Se imaginó el árbol cubierto de llamas.
Después de ese encuentro, David no volvió a buscar más a Isabel, al menos no por semanas. Se mudó con Bety, la nueva novia, y comenzó un negocio propio, un taller parecido justo a un lado de la casa de ella, pues era evidente que no podrían volver a trabajar juntos. No dijo nada, simplemente Isabel llegó un día y no lo encontró más, incluyendo más de la mitad del equipo de trabajo, equipo que el padre de Isabel había comprado años atrás. Ella lo buscó para reclamar los faltantes y él argumentó que necesitaba un medio de sustento para su futura familia, y que se había ganado aquel equipo después de años de trabajo. Ella no dijo nada. Afortunadamente tenía un fondo de ahorro que utilizó para comprar equipo nuevo, y aprovechó para remodelar el taller. Los únicos clientes que Isabel perdió fueron los amigos de su ex prometido. No le importó. Mientras menos contacto tuviera con él, para ella mejor. Trataba de evitar los lugares que él frecuentaba, se limitaba sólo a lo necesario. Había dejado de ir al cine, ya no salía a correr, mandaba a Marta a hacer las compras y pasaba los días en su taller, donde ya no había más risas ni voces. Marta conocía muy bien el temperamento de ella y jamás habló de la ruptura, al menos no con ella, aunque secretamente odiaba a David. Nunca mencionaba su nombre y tiró a la basura todo recuerdo de él. Era como un acuerdo implícito. La única ocasión en la que se tocó el tema fue una mañana, tras dos meses de la separación. Marta lavaba los platos mientras Isabel desayunaba.
—¿Cuándo crees que superes esto? —dijo Marta resuelta.
—¿Perdón? —pregunto Isabel después de darle un sorbo al café.
—Quiero saber si crees que puedas volver a ser feliz.
—¿De qué estás hablando? Yo soy feliz.
—La negación no te va ayudar en lo absoluto.
Marta cruzó los brazos, y entornó los ojos.
—Ya lo superé, de verdad.
—Sólo digo que no tienes que hacerlo, no tienes que ser fuerte, no tienes que probar nada.
—¿Qué estás tratando de decir?
—¿No has pensado en irte de aquí?
—No tengo que hacerlo, aquí nací —dijo, y fingió hojear el periódico que estaba sobre la mesa—. Además, no pienso huir.
—No estarías huyendo, sólo comenzarías de nuevo, aquí ya no hay nada para ti; tus padres murieron, tu novio te dejó, ningún chico querrá acercarse a ti sabiendo cuánto amabas a David, y deja ese periódico, es de hace dos días.
—Wow —dijo soltando el periódico—. Qué franca.
Marta bajó la vista, un poco arrepentida de su sinceridad.
—Y después de lo que pasó, no me quedan deseos de tener una relación.
—Lo ves, de eso estoy hablando, no quieres salir con nadie, no sales a divertirte, ya no tienes amigos, ni siquiera hablas conmigo, pasas todo el tiempo en ese estúpido taller.
—¡Mi papá empezó ese taller, no lo voy a abandonar! —dijo contrariada.
—¡Pero él ya no está, y tampoco David; ahora eres sólo tú! —exclamó—. Tu padre no querría esto para ti, él te habría instado a empezar tu propia vida, bueno, primero le habría roto los dientes a David.
Isabel, que estaba masticando su desayuno, escupió repentinamente, dando paso a un acceso de tos y risa. Era la primera vez en mucho tiempo que Marta escuchaba reír a Isabel. Rió con ella, y el tema no se volvió a tocar.
Una mañana, a principios de marzo, Isabel estaba trabajando en una reparación particularmente difícil. A pesar de la suciedad y el feo uniforme, había recuperado varios kilos, y la falta de sol hacía que sus mejillas ruborizadas por el calor destacaran su rostro ovalado y su cabello negro.
Alguien tocó la puerta.
Era David, quien también había subido de peso, pero al ser su cara redonda no lucía del todo bien.
—Vaya, David, la vida en pareja te sienta bien —dijo sarcásticamente.
—Tú también luces bien —dijo sin entender el sarcasmo.
—¿A qué debo el honor de tu visita? —dijo sin apartar la vista del carburador.
—Quería que supieras que Bety y yo nos vamos a casar —dijo descaradamente—. No te ofendas, pero sería un desperdicio no aprovechar los preparativos de la boda, además, ella ya tiene cinco meses. Y te agradecería que no fueras, tú sabes, no se vería bien...
Isabel se aproximó a él y le propinó un puñetazo en la cara digno de un campeón de box, que lo hizo trastabillar hacia atrás hasta llegar al marco de la puerta.
—¡Espero que disfrutes tu boda con un solo ojo! —exclamó, dándole un empujón fuera del taller, y acto seguido cerró la puerta.
Ese exabrupto le costó una mano en el hielo por varias horas, pero lo que más le dolía era la indiferencia de él. Era como si fuera una persona diferente.
Marta había visto el incidente desde la casa, ya que el taller estaba sólo cruzando la calle.
—Vi lo que pasó —dijo Marta muy seria.
—¿Me lo vas a reprochar? —preguntó desafiante Isabel.
—No, para nada —dijo—. Al contrario, ya era hora de que manifestaras tu ira, no es bueno guardar las emociones, luego explotas.
Y dicho esto se retiró a la cocina, evitando otra incómoda conversación.
Una vez sola, en la noche, Isabel reflexionaba. No sabía qué sentir. Dolor, humillación, autocompasión, confusión, soledad, todo eso y más, mezclado, dando vueltas, vueltas, quería llorar pero había llorado tanto que ya no tenía lágrimas. Su cara se quedó sin expresión, no había nada en él, ninguna emoción en particular, algo en su interior se quebró. Así permaneció por varios minutos. Sólo había una cosa que hacer. Sabía que sería difícil, pero estaba determinada. Era lo más sensato, después de eso se sentiría liberada, aunque le doliera en el alma.
Al día siguiente David y Bety miraban la televisión. David tenía un ojo morado. El timbre sonó. David fue a atender.
Lo que vio al abrir fue algo inesperado. Isabel con una expresión pacífica, y un cesto de frutas.
David entreabrió la puerta, asomando la cabeza.
—Estás loca, ya no quiero volver a verte —dijo él.
—Vengo a decirte que lo siento sinceramente, lo pensé mucho y quiero pedirte una disculpa. Espero que seas muy feliz con tu familia y también quiero que sepas que puedes contar conmigo para lo que necesites.
—Ahh —exclamó sin emoción—. Me alegra escuchar eso, creo que es lo mejor para los dos.
Isabel tenía en su rostro una expresión de satisfacción.
—Les traje un obsequio.
—Se lo comunicaré inmediatamente a Bety, ella siempre dijo que terminarías cediendo. ¿Quieres tomar el té?
Una hora después salió una Isabel sonriente. Se encontró con la señora Rogers, quien sacaba a pasear a su perro, y casi la atropellaron los niños del matrimonio Hess.
Un coche se estacionó frente a ella. Un hombre bajó con prisa.
—Buenas tardes, señor Martin —dijo— ¿Olvidó algo?
—Sí, Isabel, olvidé el maletín en la casa, y tan tarde que es. ¿Como estás? —continuó—. Sabes que puedes contar conmigo, ese chico David nunca me gustó para ti, ya le retiré el saludo si eso te consuela.
—No se preocupe, señor Martin, ya lo perdoné, prefiero que sea feliz.
—¿Es por eso que vienes de su casa? Bueno, quiero decirte que ésa es una excelente actitud, aunque me sigue desagradando el chico.
Isabel soltó una carcajada.
—Ese muchacho dejó ir a una gran mujer.
—Gracias, señor Martin —contestó.
—Algún día encontrarás a alguien especial.
—Estoy segura de que sí —hizo una reverencia y partió camino a su casa.
Los días se sucedieron rápido.
La nueva pareja, ya casada, se paseaba por el pueblo. Aquí y allá, por el parque, de compras, en el cine, hacían apariciones en las fiestas, aunque muchas veces no eran invitados. Tal vez pensaban que, como Isabel ya los había perdonado, el resto del pueblo los aceptaría, pero no era así. Isabel era una chica muy querida y respetada. A la pareja no pareció importarle.
Ya todos habían notado la nueva actitud de Isabel. Unos decían que era resignación y otros negación, a Isabel le daba igual lo que dijeran; de hecho, ni siquiera lo sabía. Pero sus relaciones con David, aunque nunca volverían a ser los mejores amigos, mejoraron. Incluso Isabel le obsequió un perro a David cuando éste le comentó que alguien había intentado meterse en su casa por la noche. A Marta no le encantó la idea, en parte porque era como fraternizar con el enemigo, y por otro lado porque Isabel conservó al peludo perro por unos días antes de entregárselo a David. A Marta no le gustaban los animales, pero lo que sí le agradaba era que Isabel había vuelto a sonreír, y un par de veces salió a correr. La felicidad de Marta se veía opacada por una sola cosa. Isabel seguía pasando demasiado tiempo en el taller, incluso cuando no había tanto trabajo.
Pero lo que Marta no sabía era que en la mente de Isabel había mucha paz, y que por primera vez desde la ruptura, sin necesidad de píldoras, Isabel podía dormir.
Una mañana Isabel desayunaba en la cocina, cuando Marta irrumpió trayendo las compras. Habían pasado ya cuatro meses desde el rompimiento. El rostro de Marta reflejaba consternación.
—Isabel...
—¿Qué pasa? —preguntó preocupada—. ¿Estás bien?
|
—Yo sí. David está en el hospital, su carro se volcó en la autopista.
—¿Qué? —exclamó Isabel abriendo mucho los ojos, el pálido rostro atribulado—. ¿Cómo?
—Dicen que iba rumbo a la ciudad y que al tomar una curva perdió el control y se volcó, el coche dio muchas vueltas, y se aplastó con David dentro, para luego chocar contra un árbol.
—¡No! —exclamó llorosa.
En el hospital había unos cuantos esperando por noticias. Entre ellos algunos amigos de David, Isabel y Marta. De Bety, ni sus luces. Fueron horas interminables.
Cuando la doctora se acercó, todos estaban expectantes.
Ella afirmó con solemnidad que, después de una larga cirugía, David no volvería a caminar, ni siquiera podía mover la cabeza ni otra parte del cuerpo.
Un golpe particularmente fuerte había dañado los centros del lenguaje y movimiento, así que no podría hablar tampoco. Jamás.
—Es una suerte que ninguno de los padres viva para ver esto —comentó Marta.
Algunos de los presentes ofrecieron sus condolencias a Isabel, como si ésta fuera la mujer. Ella no protestó. Como David no podía recibir visitas, ambas se retiraron, rogando a la doctora que se pusiera en contacto si algo sucedía. Ninguna de las dos habló de camino a casa.
Tres días después, Isabel estaba determinada a visitarlo.
—¿Estás segura de querer verlo así? —preguntó Marta.
—Sí, quiero estar con él. Además, no tiene a nadie —dijo solemne.
—Bien —dijo—. Te espero para comer.
De camino al hospital, Isabel buscaba las palabras adecuadas para hablar con David. Aunque sabía que él no iba a contestar, se había enterado de que ya estaba consciente.
Se acercó a la recepción del hospital, una enfermera gorda escribía algo en una libreta. Levantó la vista.
—¿Sí?
—David Giles —pregunto tímida—. ¿Puede recibir visitas?
—Déjeme ver —dijo buscando algo en la pantalla de la computadora—. Ahora sí —contestó, sin quitar la vista—. Habitación 30.
—Gracias —dijo.
Dio la vuelta, pero luego vaciló y se volvió a la enfermera.
—¿Sabe si hay alguien más con él? —preguntó—. No quiero molestar.
—Oh, no, aquí dice que la última visita fue hace media hora.
—Gracias otra vez.
Diez minutos después Isabel llegó jadeante a la habitación, pues el ascensor estaba en reparación y había subido cinco pisos.
Se recargó contra la puerta para recuperar el aliento antes de entrar. Abrió muy lentamente, como si temiera interrumpir algo, y asomó la cabeza.
David yacía en la cama, pálido, como un muñeco de trapo. Tenía los ojos abiertos. Isabel se acercó y él notó su presencia. Parpadeó. Era lo único que podía hacer además de respirar.
—¿Cómo estás? —preguntó, como si esperara una respuesta.
David se limitó a mirar sin expresión.
—Tus amigos estuvieron aquí contigo antes de que recuperaras la conciencia.
David parpadeó repetidas veces. Tenía los ojos rojos.
—Marta te manda sus saludos, dice que luego vendrá a visitarte.
Había flores en un jarrón, y más flores desparramadas en otros lugares de la habitación. Isabel echó una mirada.
—Te habría traído flores, pero sé que no te gustan —dijo—. Si pudiera te traería tu herramienta favorita, sé que eso te agradaría más.
Isabel retiró la vista un momento.
—Quiero decirte que lamento lo sucedido —dijo abrumada—. Es una pena verte así. Ni siquiera puedo escuchar tu voz.
Le tomó la mano y se la besó.
—Yo no quería que pasara esto —hizo una pausa, y su voz cambió a un tono de confidencia—. Sólo quería darte un susto, ¿sabes?, para que te arrepintieras de todo el daño que me hiciste. Creo que hice un trabajo demasiado bueno con los frenos. Y cuando revisen tu coche nunca se darán cuenta de los cambios que le hice. Siempre fui muy talentosa con los aparatos mecánicos.
El ruido de la tele distrajo un poco a Isabel.
—No fue difícil meterme en tu taller, siempre se te olvida cerrar. Esa noche que alguien se metió en tu casa fui yo, y aunque te regalé un perro, nunca me ladró las noches siguientes porque me reconocía. Lo tuve varios días antes de entregártelo, ¿no te lo mencioné? Debo decir que le daba gusto verme.
Hizo una pausa.
—Fui muy convincente, ¿no es así? —preguntó—. Aquel día que te pedí disculpas. Fui muy cuidadosa al elegir el momento, justo cuando la señora Rogers saca a pasear a su perro y los chicos Hess van a su clase de natación. Lo que no me esperaba fue la aparición del señor Martín, a él se le olvidó el maletín y tuvo que regresar a casa. Eso fue fortuito. De este modo nadie creerá que yo me atreví a hacer algo que atentara contra tu vida, y menos cuando vean cuán devota soy a mi viejo amor.
Alcanzó el control remoto y apagó la tele.
—Pediré que te la retiren, no es bueno ver tanta televisión —afirmó con vehemencia—. Por cierto, me enteré de que Bety no ha venido a verte. Es una desgracia. Y pensar que me dejaste por ella. Pero ¿sabes qué? —Su voz se animó—. No te preocupes, vendré a visitarte todos los días, no te abandonaré, leeré para ti, te platicaré sobre mi vida, te traeré obsequios.
Le sonrió a David.
—¡Ahh, ya sé! Te puedo traer tu colección de coches en miniatura. Ya que ahora no puedes manejar, al menos tendrás algo que te recuerde el pasado y lo que antes podías hacer. Nos vamos a divertir mucho.
Se levantó y acomodó unas flores en el jarrón de la mesita.
—Aún no sé qué voy a hacer con Bety —dijo distraída—. Creo que no podré castigarla, parece que se fue de la ciudad ¿no te lo dije? Y con siete meses de embarazo. Dicen que regresó con su antiguo novio, y que aseguró que él era el verdadero padre del bebé en camino, que todo había sido un error. Qué conveniente.
Se lo quedó mirando largo rato y le besó los labios.
—Siempre estaré para ti —dijo mientras acariciaba su mejilla, y acto seguido, salió del cuarto, tarareando una canción.
Marina Isabel de Anda Otero vive en Monterrey, México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario