Luis Iglesias Fouce
Fuente: Estandarte.com
Mi padre murió de desilusión, en una apartada habitación de hospital; y estoy seguro, a pesar de su familia, su mujer y sus hijos, que allí estábamos, de que murió solo.
Mi padre, cada tres semanas, los miércoles sobre las 11 de la mañana, acudía a su inevitable cita con el peluquero. Este, era un hombre, uruguayo de origen, que allá por los años sesenta, había venido a España atraído por una pequeña herencia; suficiente, en su momento, para permitirle iniciarse en el negocio del cabello. Durante más de treinta años el estado anímico del sujeto se mostraba en aquel corte de pelo, por lo demás, antiguo, puntiagudo y geométrico, en forma de pequeñas calvas, heridas y desigualdades, con las que mi padre convivía sin rechistar. Podría relatar infinidad de ejemplos, referentes a aquellos años, que habrían obligado, al más “pintao”, a cambiar de aires; sin embargo, mi progenitor se mantenía fiel al personaje, a aquella persona que llegaba de ultramar habiendo dejado toda una vida detrás; sin duda, veía reflejados en él a antiguos parientes, que en su día también cruzaron el charco, aunque en dirección contraria, a los que una mano amiga, un apoyo fiel, habría venido tan bien en aquellos tiempos. Ahora, habiendo pasado tantos años desde su muerte, y estando yo en la situación que estoy, me pregunto, como una persona que jamás cambió de peluquero, a pesar de tanta escabechina, podría haber cambiado de familia, o simplemente, haber abandonado a la que tenía. Mi padre murió de desilusión, en una apartada habitación de hospital; y estoy seguro, a pesar de su familia, su mujer y sus hijos, que allí estábamos, de que murió solo. Para mi madre fue el bar quien lo mató; de trago en trago, como un gotero dulce, compartido en aquella barra de amigotes, de circunstancias distintas, pero desencantos comunes; a veces, uno se abriga en quien le escucha, en quien no le cuestiona, no le juzga; en los de fuera. Para mí, fuimos nosotros los que le echamos de casa, los que lo apartamos de nuestras vidas, -lo que más quería- los que lo usábamos, utilizábamos, como nos daba la gana; que duro es darse cuenta, al ser padre, de lo mal hijo que fuiste.
Luis y yo éramos sus ídolos. A él le encantaba llevarnos a comer por ahí, a uno de sus restaurantes favoritos, y escucharnos, preguntarnos que habíamos hecho y con quien; le encantaban nuestras historias de adolescentes, saber de nuestros proyectos, sueños, vernos contentos, reír, comer y beber. Después, Luis se fue a estudiar a Madrid, y dos años más tarde, me fui yo. Volvíamos en vacaciones, Navidades, Semana Santa y verano, y algún puente que otro; pero todo era distinto. Llegábamos con prisas, sin pausas; nos pasábamos todo el día, todas las noches, en la calle; nos levantábamos a comer… Un Septiembre, nada más terminar su carrera, nos fuimos a Oviedo a la boda de mi hermano; no le volvimos a ver. Un año más tarde tuvo una niña y una nueva familia unida a la de su cónyuge, a ese triunvirato formado por su hija, su mujer, y la madre de ésta; imagino, que en muchos momentos se acordaría de nuestras comidas con papá.
Yo pasé ocho años en Madrid, en los que no hice gran cosa; dar tumbos, tomar cañas, vinos, salir a cenar y a tomar copas. Un día mi padre vino a verme; en realidad, había venido a arreglar unos asuntos, pero aprovechó para estar conmigo. No supe leer nada, ver nada; mi cabeza enfrascada en devaneos estúpidos de una vida tontorrona; los dos sentados uno frente al otro en una cafetería de la calle Goya, todo lo que contaba me parecía de otro mundo; sin embargo, él lo intentaba, hablaba de otras cosas, quería sentirse más cerca de mí.
Mamá merecería un capitulo aparte, tal vez todas las mujeres. En su haber, que nunca la entendimos, nunca comprendimos su escala de valores; lo que le gustaba nos parecía una mierda, lo que para ella tenía importancia nos daba la risa, para nosotros, eran chorradas; quizá esto la distanciase. ¿Quería a mi padre? ¡Yo que sé! Imagino que sí; a su manera; de una forma un tanto despistada, inconsciente, dada por hecho. Le compraba las corbatas, los pijamas, las cosas de aseo, le hacía la maleta; de vez en cuando, cada vez menos, le cocinaba, pero en realidad no se preocupaba por su felicidad. No le dejaba en paz, no respetaba sus preferencias ni en cuestiones que sólo le concernían a él, siempre iba a fastidiarle sus tiempos, sus momentos. Un día, estando de vacaciones, llegue de tomar el aperitivo y me lo encontré, junto a nuestra casa, aparcado dentro del coche leyendo el periódico. <<¿Qué haces ahí? –Le pregunte-
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