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sábado, 20 de febrero de 2010

Dona Juana, la sacristana

Nuestro Invitado
Fuente: estandarte.com
Enrique Eloy de Nicolás Cabrero
Las campanas de la torre tocaban llamando a Segundas, provocando las ya consabidas desbandadas de urracas, mirlos y golondrinas que habitaban hasta el último rincón, hasta el último hueco de los ladrillos que daban forma a la torre mudéjar. 
-¡Qué mundo tenemos, Dios mío! ¡Qué mundo! –le dice doña Juana, la mujer del sacristán, a don Celestino, el párroco, mientras preparan, como todos los días, la misa de siete-. ¡Es una vergüenza! Ya no quedan valores de los de antes. Nos hemos separado de la mano de Dios, ¿no le parece, don Celestino? Ya no hay respeto por las personas mayores ni por nada. Todos vamos a nuestro albedrío, pensando sólo en nuestros intereses, sin pensar en si hacemos bien o mal. No sé a dónde vamos a llegar ¡No sé a dónde vamos a llegar!

Mientras tanto, sin dejar de escuchar y asintiendo en todo momento, don Celestino coloca el Leccionario sobre el atril, regresando a la sacristía, donde doña Juana continúa con su perorata.

-¿Y los jóvenes, don Celestino? ¿Qué me dice de los jóvenes de hoy en día? Ni quieren estudiar, ni quieren trabajar –enumera, contándose los dedos de la mano-, ni quieren casarse, ni tener hijos, ni nada de nada. Ahora, eso sí: no les digas nada, que ellos creen saberlo todo. Y no saben un pimiento.

-Por favor, doña Juana. Modere sus palabras –le reprocha el párroco, al tiempo que se coloca el Alba-. Estamos en la Casa del Señor.

-Pero si es que se pone una que... Me altero sólo de pensarlo, don Celestino –explica doña Juana, que le ayuda a colocarse el Alba-. Ahora sólo están a gusto de juerga, emborrachándose en las discotecas y fumando porros. ¡Que esa es otra! Lo de los porros. Que los fuman la mayoría. Y además sin ninguna vergüenza. Pero claro, como de eso no tienen...

-La vida va evolucionando –le explica el cura, mientras se ciñe el Cíngulo-. Nosotros somos ya viejos y cada vez nos cuesta más trabajo comprender a las nuevas generaciones. Pero siempre ha sido así. A nuestros abuelos también les costaría lo suyo entendernos a nosotros.

-¡Por Dios, don Celestino! Si nosotros estábamos cohibidos de todo. Teníamos otra forma de ser. Teníamos respeto a las personas mayores, a nuestros padres, a la autoridad... Pero si ahora se ríen delante de las narices de los Guardias.

-La vida ha cambiado completamente –le intenta explicar don Celestino, colocándose la Casulla frente al espejo del armario-. Hay más libertad, se educa con menor rigidez. Los nuestros eran otros tiempos.

-Claro que eran otros tiempos, pero eran mucho mejores. ¿Y cómo visten las niñas de hoy? Parecen fulanas, don Celestino. ¡Fulanas!

-Doña Juana, modérese.

-...Y claro, como es la moda... Pues nada, a seguir la moda. Como sigan así no sé lo que llegaremos a ver. Dios quiera que no vaya a más.

-Dios lo quiera, doña Juana. Dios lo quiera. ¿Me alcanza la Estola, por favor?

-... Y es que además no les puedes decir nada –asegura la mujer, al mismo tiempo que acerca la Estola al cura-. Te llaman retrógrado, o algo así. ¡Qué mundo, Señor! ¡Qué mundo!

-Esta no, doña Juana. La verde. La del Oficio Ordinario.

-Es verdad, usted perdone –deja la Estola morada en su sitio, coge la verde y se la acerca al párroco-. Hasta la memoria pierde una con las cosas que se ven.

-La verdad es que tiene usted razón. Y lo que nos queda por ver. ¿Me puede colocar bien la estola por detrás? Me parece que se ha quedado retorcida detrás del cuello.

-Faltaba más, don Celestino –contesta doña Juana, presta y voluntariosa-. Y menos mal que los míos han salido decentes. Los dos mayores ya están metidos en los cuarenta; pero Alberto, el pequeño, con sus veinte añitos. ¡Pues no he sufrido yo por él! Y es que claro, todo está en la educación que les demos los padres.

-Eso es muy importante, tiene usted razón.

-Ya le digo. Con los dos mayores no tuve ningún miedo. Justo se hizo abogado, como usted sabe, y Pastora se colocó en aquella fábrica de plásticos que abrieron en Vallesol, por mediación del alcalde. Que yo no quería que trabajara, porque para eso están los hombres, pero como era su voluntad... Y ahí los tiene: felices en sus matrimonios y con sus hijos, que son un primor, sin dar nunca un escándalo. Y mi pequeño Alberto... ¡Cuánto he sufrido por él, pensando que podía llevar la vida que llevan ahora los jóvenes! Y mire usted que lo tuvimos ya mayores, que yo tenía cuarenta y cuatro años cuando me quedé en estado. Fue un fallo, pero bien que nos alegramos ahora mi Mariano y yo.

-No diga usted eso, doña Juana. Los hijos nunca son fallos. Son fruto del amor que proporciona el Matrimonio.

-Bueno, pero usted ya me entiende, don Celestino. Y ahí lo tiene. A sus veinte añitos y nunca ha dado ningún escándalo. Siempre con sus buenas notas, llegando pronto a casa cuando sale. Ni nos ha puesto en evidencia. Los jóvenes de su edad, don Celestino, sólo piensan en el folleteo.

-¡Por Dios, doña Juana! Modere sus palabras, mujer. Estamos en la Casa del Señor.

-Perdóneme, pero es que es la verdad. Mi Alberto , el chiquillo, ni siquiera tiene novia. Y él tiene muy claro que no conocerá mujer hasta el matrimonio. A veces pienso que se hará cura, como usted don Celestino, y que no quiere decirnos nada aún hasta que no esté seguro. No hay más que verle cuando viene a misa. No lo hay con más devoción que él. Si lo sabré yo, que lo he parido. Ahora no piensan más que en eso. Y la culpa es toda de los padres, que les dan rienda suelta. Pero claro, es más cómodo porque los hijos así no molestan. ¡Válgame el Señor, qué vida esta!

-Son las siete menos cinco, doña Juana –apremia el cura, mirando su reloj-. Si no le parece mal luego seguiremos hablando.

-¿Cómo me va a parecer mal?. Usted a lo suyo. Es que me dan coba y no paro. Ande, ande, que se nos hace tarde. Ya hablaremos. Aunque es hablar por hablar, porque no vamos a arreglar nada.

Doña Juana sale de la sacristía persignándose al pasar frente al Altar. Se sienta en uno de los primeros bancos a la espera –como uno más de las decenas de feligreses que pueblan la iglesia- del comienzo de la Misa.

Tras un par de minutos sale de la sacristía el párroco, portando el Cáliz sobre el que va la Patena. En ese momento los fieles comienzan a cantar, dando gracias al Señor.

Tras algo más de media hora y después de recordar los difuntos por los que se oficiarían las Misas la próxima semana, don Celestino, haciendo la Señal de la Cruz, da por finalizada la Misa.

-En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

-Amén –contestan todos, al unísono.

-Podéis ir en Paz –agrega, don celestino.

-Demos gracias al Señor, Nuestro Dios –corean todos los feligreses, de igual forma.

Se abren las puertas de la iglesia y la gente comienza a salir en orden. El párroco ya se encuentra en el interior de la sacristía despojándose de las prendas que se había colocado para la Eucaristía. Tras el último feligrés, doña Juana cierra las puertas y vuelve a la sacristía.

-¿Dónde está la llave para cerrar, don Celestino?

-Está rota. Esta mañana se quedó un trozo dentro de la cerradura. Cierre con los postigos y es suficiente. Nosotros saldremos por la puerta trasera de la sacristía. Han quedado en venir mañana a arreglarlo.

-¡Vaya por Dios! –se lamenta doña Juana-. Bueno, que todos los males sean esos.

-Eso es –responde el cura-. Que todos los males sean esos.

-Pues sí, porque la vida está hecha un asco, llena de indecencias y de malos modos.

-Pero usted debe estar contenta de la suerte que ha tenido con sus hijos –le anima don Celestino, ofreciéndole el paso por la puerta trasera para salir a la calle-. ¿Nos vamos, doña Juana?

-Sí, sí. Vámonos. Mañana será otro día –contesta ella, dando un beso a un Cristo crucificado que hay al lado de la puerta.

Salen a la calle y el párroco cierra la puerta, asegurándose de que ha quedado bien cerrada. Comienzan a andar y se encuentran con un coche que casi les impide el paso, semiescondido en el estrecho callejón por el que tienen que pasar. El coche se mueve ligeramente y de su interior salen leves gemidos. Se distinguen dos personas dentro en clara postura amatoria.

-¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! –replica doña Juana-. ¿Ha visto usted, don Celestino? Aquí, al lado de la iglesia, fornicando como si fueran perros.

-Tranquila, tranquila, doña Juana –responde el cura, con ánimo conciliador y temiéndose lo peor-. Déjelos. Peor sería que estuvieran robando. Usted no va a solucionar nada.

-¡Vamos, sinvergüenzas! –les grita, doña Juana, fuera de sí, a los del coche-. Tened un poco de respeto por los que aún lo tenemos! ¡Y aquí, al lado de la iglesia, como conejos! ¡Vergüenza les debería dar a vuestros padres!

Doña Juana se acerca al coche –sin poder evitarlo el cura, que ya era presa del pundonor- y comienza a golpear en los cristales, encolerizada y con los papeles perdidos, soltando insultos al principio y casi juramentos al final.

-¡Sinvergüenzas! ¡Indecentes! ¡Asquerosos! ¡Parece Sodoma y Gomorra! –les grita la mujer a los del coche, sin poder desprenderse de un cada vez mayor estado de nervios.

En ese momento se abre la portezuela derecha del coche y aparece un muchacho delgado, moreno y con el pelo corto, con los botones de la bragueta de sus vaqueros desabrochados y colocándose, a duras penas y con urgencia, la camisa. Doña Juana se queda paralizada, con los ojos muy abiertos y la boca también. 

-¡Ho-hola, ma-mamá! –acierta a decir el muchacho, con voz temerosa y todavía jadeante-. Ese de ahí dentro es mi novio Lucas.

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