Enrique Eloy de Nicolás Cabrero
Reconozco que esta afición mía es extraña.
Sí, no lo niego. ¿De qué me serviría negarlo, si soy consciente de su rareza? Es algo atípico, anormal y nada común. Pero a mí me gusta. Me relaja hasta el punto de no necesitar nada más en esta vida de pensionista anticipado que llevo. Hasta el día que me dieron la baja indefinida en la empresa jamás había conseguido encontrar una afición que me ayudara a sentir bien, a realizarme. Y mira que probé cosas que a mí me parecían acertadas para pasar mis ratos libres. Pero ninguna me llenó de verdad. Todas me aburrían sobremanera al cabo de pocos meses.
Ahora lo pienso con detenimiento y reconozco que es rara, muy rara. Pero es lo que me hace sentir bien. Tanto es así que, cuando se termina una sesión, estoy deseando salir a la calle y comenzar otra nueva. No quisiera acabar nunca. Es lo que los muchachos de hoy día llaman... ¿Cómo dicen? ... ¿Estar pillado?. Pues sí, en efecto. Estoy pillado, enganchado. Es como una droga que se adentra en mis entrañas y no me deja respirar si no salgo a la calle y le doy rienda suelta. No sé si existirá este tipo de adicción, pero si existiera, yo sería un adicto total.
No puedo evitar sentarme en una terracita, o en el interior de un bar, y observar a la gente a mi alrededor. Al principio imagino sus vidas por su indumentaria, por sus gestos. Otras veces imagino lo que están hablando entre ellas, convirtiéndome en un actor maravilloso que cambia los registros de voz conforme habla una u otra persona. Y, muchas veces, me resulta tan cómica esa situación que, de repente, rompo a reir a carcajada limpia sin poder parar, yo solo, observando cómo la gente me mira comparándome con un demente. Otras veces observo con fijeza a las personas que están solas, sentadas al pie de una mesita, leyendo un libro o un periódico, o simplemente observando, como yo y me imagino sus pensamientos, transcribiéndolos en mi mente con los tonos de voz y con la personalidad que mi imaginación les ha otorgado.
Sé que es algo extraño, una afición de un loco o de un perturbado, pero a mí me divierte. Es lo más entretenido que jamás he hecho. Y he de reconocer que, tras aquellas representaciones que mi mente me hace ejecutar, elaboro auténticas comedias, o dramas, o mezcla de ambos, cuyos actores involuntarios son las personas a las que observo. Al final, tras bastantes minutos de observación e imaginación, creo conocer a esa persona, incluso saber qué tipo de vida lleva.
El otro día fui más allá.
Fue la primera vez que lo hacía y confieso que, al final, lo pasé tan mal que me prometí no volver a repetirlo. Pero a día de hoy, tras experimentar aquel placer tan intenso, sé que no podré evitarlo.
Y es que se me ocurrió cambiar de juego cuando un muchacho delgaducho y con cara de enfermizo se sentó en la mesa de al lado, en la cafetería a la que suelo acudir todas las tardes a dar rienda suelta a esta afición mía. Pidió una Coca-cola y se quedó allí, sentado durante casi dos horas, sin moverse lo más mínimo y sin apartar la vista del vaso que sujetaba con sus manos como si temiera que se lo fueran a quitar. A veces echaba rápidas y furtivas miradas hacia la calle, nervioso, como si estuviera esperando a alguien, o como si tuviera miedo o se escondiera de algo. Intenté imaginarme lo que pasaba por su cabeza, pero no funcionó. Era tal la curiosidad que despertó en mí, que fuí incapaz de poner a trabajar mi imaginación como otras veces. No iba mal vestido, ni tenía apariencia extraña. Calculé que andaría por los veinte o veintidós años. Llevaba unos pantalones vaqueros desgastados y un jersey de lana, de cuello alto, de varios colores. Iba pulcramente afeitado y peinado, con una raya perfecta al lado izquierdo. Y se tocaba múltiples veces el puente de sus anticuadas gafas, colocándolas en el punto más alto de su nariz. Parecía hacerlo por un instinto maniático que acudía a él cada dos o tres minutos.
Creo que no se dio cuenta de mi presencia. Con seguridad, el periódico que yo simulaba leer contribuyó a ello.
Al cabo de esas casi dos horas pidió la cuenta, dejó un billete de diez euros sobre la mesa y se marchó sin esperar a que el camarero le diera el cambio.
En ese momento fue cuando decidí salir detrás de él y seguirlo.
Agradecí aquella nueva situación. Tenía unas ganas enormes de ir al baño a vaciar mi vejiga, pero no lo hice en ningún momento por temor a que, en mi ausencia, el muchacho se marchara y me dejara con la miel en los labios.
Caminaba con paso decidido por la acera izquierda de la Gran Vía , en dirección a la Plaza del Callao. Yo lo seguía a unos cincuenta metros, haciendo alguna que otra parada frente a los escaparates de las tiendas con la intención de que no se diera cuenta. Aunque, a decir verdad, no hubiera hecho falta, porque él en ningún momento se volvió a mirar hacia atrás.
Ahora mismo no sabría describir la excitación que sentí mientras lo seguía, pero puedo asegurar que fue mucho mayor que mis anteriores experiencias. Y por ello no podía dejar de hacerlo. Aquello superaba en mucho a las otras veces, en las que imaginaba las vidas de los demás y les ponía voz a través de mi imaginación. Era como si aquel muchacho demacrado y enfermizo tuviera una fuerza magnética que actuara sobre mí sin poder evitarlo.
Al llegar a la Plaza del Callao, giró a la izquierda y continuó andando al mismo paso por la Calle Preciados. Yo hice lo mismo, sin acortar la distancia que nos separaba. Aunque eran las nueve y pico de la noche, aún deambulaban cientos de personas por allí. Me resultó menos violento pasar inadvertido, pero también más difícil no perder de vista al chico. Aligeré el paso, con el temor a perderlo entre la gente y me acerqué bastante a él. Hubo momentos en los que, si hubiera alargado un poco el brazo, habría podido tocarlo. Mi excitación aumentaba, al igual que mis remordimientos por hacer lo que estaba haciendo. Mi conciencia me decía que aquello estaba mal, que una cosa era observar a la gente e imaginarme películas y otra muy distinta seguir a un pobre muchacho como si yo fuera un policía y él un peligroso delincuente. Pero no podía evitarlo. Mi curiosidad podía más que mi conciencia y su voz interna no tardó mucho en apagarse.
Cruzó la Puerta del Sol sin respetar los semáforos y yo tuve que hacer lo mismo, escapando del morro brillante de un coche por los pelos. Cogió la acera derecha de la Calle Mayor , en dirección a la Calle Bailén y continuó andando como un autómata. Mi curiosidad iba a reventar. Aquel chico me atraía. Jamás había visto a nadie tan indiferente con el mundo que nos rodea. Nada llamaba su atención. En ningún momento sacó las manos de sus bolsillos mientras caminaba. Era una persona extraña.
Continuó caminando sin pausa, al mismo ritmo, con la misma decisión. Yo me cambié de acera para observarlo mejor e impedir que me viera si le daba por volverse. Al cabo de un par de minutos llegó a un portal del que no recuerdo el número y llamó al interfono. Yo seguí, no sin nervios, caminando, intentando parecer un transeúnte más. Alguien le abrió la puerta, la empujó y entró. Mi corazón dio un vuelco, intuyendo que hasta allí había llegado mi aventura. Pero mi mente, rápida y ágil cuando ella quiere, me hizo correr e impedir que la puerta se cerrase del todo. Allí estaba el muchacho, esperando el ascensor. Le dí las buenas noches como las hubiera dado cualquier vecino y me coloqué a su lado, sin obtener ninguna respuesta ni reacción por su parte. Su olor corporal me llegaba de lleno. No olía a colonia ni a desodorante, pero tampoco olía mal. Era un olor extraño, parecido al alcanfor.
Llegó el ascensor y él, en el primer y único gesto amable que tuvo, me dejó entrar primero. Al cerrarse las puertas lo observé, con cuidado. Su mirada estaba perdida en el suelo engomado, la cabeza hacia abajo y sus ojos, escondidos tras aquellos gruesos cristales, parecían alternar entre el suelo y mi persona, sin parecer atreverse a dirigirlos de lleno hacia mí. Le pregunté a qué piso iba y él, sin responderme nada en absoluto, pulsó el tercero. Al llegar, abrió la puerta y salió sin decir ni media palabra. Yo salí, también y comencé a bajar las escaleras. Mientras bajaba oí el sonido del timbre. Me quedé un poco rezagado, en un rincón de la escalera, intentando ver a la persona que abrió la puerta. Pero no pude. Tan sólo alcancé a oír la voz de una mujer que recriminaba al muchacho su tardanza. Oí un portazo descomunal y después una discusión entre el muchacho y la mujer en la que él no intervenía. Dos minutos después, desde mi improvisado puesto de observación, oí como la puerta se abría de nuevo y vi salir al muchacho con una mochila colgada al hombro. La mujer, desde la puerta, no dejaba de dirigir improperios e insultos hacia él. El corazón me latía a mil. Decidí bajar todo lo deprisa que mis piernas me dejaron. Abajo, en el portal, observé, en mi huída, como el ascensor aún no había llegado. Abrí la puerta de la calle y crucé a la acera de enfrente. Cuando el chico salió, yo estaba mirando el escaparate de una filatelia, observándolo en el reflejo del cristal.
Comenzó a andar por esa misma acera, de la misma forma que lo había hecho antes. Con las manos dentro de los bolsillos y sin prestar la más mínima atención a su alrededor. Yo, de nuevo, con el corazón desbocado, comencé el seguimiento.
Así anduvimos, él delante y yo más atrás por la otra acera, hasta el final de la Calle Mayor. Giró a la derecha y cogió la Calle Bailén , en dirección al Palacio Real. En un momento dado, cruzó la calle por un lugar que no estaba permitido y comenzó a andar por la otra acera. Yo no me atreví a hacer lo mismo, recordando aún el susto de la Puerta del Sol, y continué andando, un poco más deprisa, en busca de un paso de cebra por el que cruzar sin sobresaltos. Mientras lo observaba, a lo lejos, vi como se paró en un punto de la acera, dejó su mochila en el suelo y extrajo de la misma un cuaderno con las tapas rojas. Garabateó algo en una de sus páginas y lo dejó sobre la mochila, sin preocuparse de devolverlo a su interior. Aún me quedaban unos pocos metros para llegar al paso de peatones cuando vi cómo el muchacho, tras dejar sus gafas sobre el cuaderno, se subió con agilidad sobre la vieja barandilla metálica del Viaducto. Yo me temí lo peor y eché a correr. Se irguió sobre la misma y abrió los brazos en cruz. Intenté correr todo lo rápido que pude, gritándole que no lo hiciera, llamando la atención de las pocas personas con las que me cruzaba. Me faltaba muy poco para llegar a su lado. Mis pulmones me quemaban. No podía más. Volví a gritarle, una y otra vez, sin descanso. “¡No lo hagas! ¡No lo hagas!” Echó una mirada fugaz al lugar donde había dejado la mochila, miró al cielo y así, con los brazos en cruz, la mirada perdida en el firmamento y los ojos casi cerrados, se lanzó al vacío en busca de una paz añorada o quizá perdida, sin yo saber lo que pasó, en esos últimos momentos, por la mente de aquel pobre muchacho delgaducho y con cara de enfermizo.
Fuente:Estandarte.com
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