El Jurado del primer concurso internacional de relatos breves De cuyo nombre no quiero acordarme, convocado por la revista LSD (Uruguay), reunido en la ciudad de Montevideo, Uruguay, concedió su primer premio de relato a la obra ¡Encará, Demián! de Alvaro Antonio Dell’Acqua Pedreira.
Fuente: La obra se publicó en Estandarte.com el 19 de septiembre de 2005.Nuestro Invitado
Alvaro Antonio Dell’Acqua Pedreira
Mis ideas suicidas datan, si mal no recuerdo, de hace cinco o seis meses. Pero que empezaron a pisar con pie firme en mi cabeza no hará más que unas pocas semanas. Al principio jugueteaba con el asunto imaginando métodos cinematográficos para concretar mi mortal designio. Me veía a mí mismo cayendo desde la cumbre de un edificio de cien pisos o volando al vacío como parte de un comando kamikaze. Pero después empecé a sopesar sistemas más atinados a los propósitos suicidas de un tipo como yo, nacido en las calles de Montevideo y no en los altares de Hollywood.
No fue sino aún más tarde cuando mis mortíferos pensamientos se proyectaron más allá de mi fuero interno y me dispuse a compartirlos con mi esposa. No tenía claro si deseaba o no hacerlo; pero, por si acaso, quería conocer su opinión.
Se lo dije con cuidado, ya que uno nunca sabe cómo pueden caer estas cosas. Creo que el introito fue excesivo, porque luego que le dije:
-Estoy pensando en suicidarme.
Ella suspiró aliviada y me respondió:
-¡Qué susto me diste! Creí que le había pasado algo a mamá.
-Es que no sabía si ibas a estar de acuerdo –me excusé.
Me dio un cálido beso en la boca, y luego agregó:
-Siempre dije que voy a apoyar cualquier proyecto que emprendas.
Y, ciertamente, ella ha estado conmigo en todas las grandes decisiones. Pero esta vez era diferente. No sólo era una decisión importante. También era bastante delicada. Al fin de cuentas, uno no se suicida todos los días.
Su reacción me dejó, no obstante, un saldo de duda. No sabía si estaba realmente de acuerdo conmigo o si sólo se disponía a respetar mi determinación, mal que le pesara.
Le hice saber mi inquietud.
Me dio otro beso, esta vez en la mejilla, y con una sonrisa en los labios me dijo:
-Bobito. Sabés que yo quiero lo mejor para vos. Y si eso significa estirar la pata, bienaventurada sea esa estirada de pata.
-Pero ¿y vos? ¿Qué va a ser de vos sin mí? –le pregunté, haciendo entrever un dejo de preocupación.
-¡Qué cabecita! ¿No será todo esto un reflejo de tu propio miedo? ¿No estarás buscando excusas en los demás para ocultar tu propio temor al más allá?
-Sí, puede ser, pero... –balbuceé.
-Es normal, mi amor. ¿A quién no le pasa? Nadie sabe qué carajo hay del otro lado. Pero el miedo no puede paralizarte.
-Sí, pero... ¿y nuestro hijo? ¿No pensaste en nuestro hijo?
No le podíamos hablar del tema a nuestro pequeño Martín, quien sólo tiene tres años y no iba a entender un corno de lo que hablábamos.
-No le busques la quinta pata al gato –dijo, fastidiándose un poco- ¿Cuántos niños hay que crecen sin una figura paterna? Entiendo que veles por el bienestar de nuestro hijo, pero tampoco es bueno que lo sobreprotejas tanto. Tenés que dejar de hincharle tanto las bolas al gurí.
-Sí, es cierto, pero... –empecé a decir, pero no dije nada más.
Al día siguiente, y luego de andar zigzagueándole al tema una y otra vez en mis sesiones de psicoanálisis, me decidí a tratarlo. Mi terapeuta fue más cauteloso que mi esposa, y me instó a poner el freno de mano.
-Pensalo. –me dijo- No te apures a decidir. Porque esta es una de esas decisiones que no tienen vuelta atrás; salvo, claro está, que se trabe el tiro, se rompa la cuerda o algún imbécil cierre la perilla del gas.
Le expliqué que la idea venía rondando en mi cabeza desde hacía ya algún tiempo y que todavía no había logrado tomar ninguna determinación.
-Hacés bien. Tomate todo el tiempo que sea necesario. Tené en cuenta que estás a punto de tomar la que puede ser la última gran decisión de tu vida.
Cuando salí no tenía las cosas más claras. Pero había vencido la reticencia a expresarme al respecto. Es como el sexo: una vez que uno se anima a hablarlo, lo habla hasta con los árboles.
Así que cuando el fin de semana siguiente nos reunimos en el tradicional almuerzo dominguero con mi padre y mis dos hermanos les pude decir sin titubeos:
-¿Saben? Creo que voy a suicidarme.
-¡Hay que tener agallas para eso! –aclamó papá, con admiración.
-Sí, pero no te precipités –atenué yo-. Todavía no tengo nada resuelto.
-Cuando lo hagas, avisame. –me pidió uno de mis hermanos- Desde chico, siempre soñé con asistir a un suicidio. Mamá sólo nos llevaba a conciertos de música clásica.
-¡Por fin algo emocionante en esta familia de seres opiáceos y aburridos! –exclamó mi otro hermano.
Como mi madre no había ido a la reunión, a la noche me conecté y le mandé un mail.
La noticia se expandió como reguero de pólvora y ya no podía salir de casa sin que alguien me hiciese un comentario. Algunos se sorprendían de verme, como si supusieran que ya era boleta. Otros se apuraban a reclamarme algún dinero que les debía. Estaban los que me contaban historias de allegados suyos que se habían suicidado, algunos sin escatimar en detalles escabrosos, o bien me daban consejos para la mejor concreción de mi designio suicida.
Mis amigos estaban muy entusiasmados con la novedad. Desde el cambio de sexo de Adrián (ahora Adriana) a fines del año pasado, nadie tenía algo interesante para contar.
Justamente, fue Adrián quien me dijo:
-La idea es cool... pero no te apresures. No te vaya a pasar como a mí, que me cambié de sexo para levantarme a una lesbiana y la tipa jamás me registró.
-Mirá –dijo Martín, notando un gesto de preocupación en mi rostro-. Por nosotros no te quemés. Si decidís hacerlo no te vamos a echar de menos. Pero en el caso que optes por vivir, sabés que podés contar con nosotros igual que hasta ahora. Para lo que quieras.
Y Yamila, la enana Yamila, me dijo:
-Mi papá tiene una Magnum 44. Si querés, se la puedo pedir. Es de esas que te pegás un tiro y te vuela la sabiola como de aquí a la Antártida.
-Yo creo que si lo vas a hacer te conviene algo rápido y eficaz –complementó Luciano-. Lo que dice Yami está bien. Un tiro en la boca es certero y veloz. Nada de esas pajerías como dejar abierta la llave del gas o cortarte las venas. Eso casi nunca funciona.
-Que no va a funcionar... –discrepó Joaquín- Mi hermana abrió la llave del gas y le fue bárbaro. No sólo se murió ella; también palmaron los del 303.
-Sí, tá. Pero no es seguro y lleva tiempo. En cambio con la pistola es sencillo: un bang y listo: a la puta que lo parió.
-Yo qué sé. Me parece demasiado simplista –acotó Joaquín.
-Loco, ¿qué problema hay con que se pegue un tiro? –se metió Martín.
Yamila intervino:
-Bueno, muchachos, dejemos que sea Demián el que decida. Al fin de cuentas es él quien se va a suicidar.
-¡Pegate un tiro, Demián! –exclamó Luciano.
-¡Nada como inhalar gas antes de morir! –sostuvo Joaquín.
-Chicos. No se apresuren, todavía no tengo nada decidido -dije.
-Bueno, pero en el caso que... –empezó a decir Joaquín.
-Yo estoy de acuerdo con Luciano –dijo Martín.
-Yo creo que los dos tienen un poco de razón –opinó Yamila-. El tema es qué tipo de muerte quiere Demián. No es lo mismo una muerte rápida como la que propone Luciano que la lenta agonía que pregona Joaquín.
-¡Haceme caso, Demián! ¡Un tiro no falla nunca!
-¡Me va a hacer caso a mí, te apuesto! –le desafió Joaquín.
-¿Cien dólares? –propuso Luciano.
-Tengo sólo cincuenta.
-Hecho.
El gran tema era que se había generado una bola de rumores imposible de parar. Las voces populares me habían ya matado de todas las formas posibles. Empecé a sentirme presionado. Porque lo cierto es que aún no tenía nada resuelto. Seguía balanceando los diferentes aspectos de la cuestión y no llegaba a nada. La familia, los amigos, todo pesaba. Pero, al fin de cuentas, no eran más que excusas. Pretextos, me decía yo. ¿A quién querés engañar, Demián? Lo que te atemoriza es ese momento. ¿Verdad? Y después, ¿qué habrá después? ¿Quién tiene razón? ¿Los católicos? Si ellos están en lo cierto, entonces estás perdido. Has violado todos los mandamientos; excepto el que dice No mencionarás el santo nombre de Dios en vano. Ese no lo habías violado hasta ahora, que mencionaste su santo nombre en forma completamente inútil, sólo para decir que jamás lo habías mencionado. Si serás imbécil. Ahora sí que estás listo. Salvo que te confieses, claro. ¿Y si existe la reencarnación? Eso sería duro de afrontar. Tener que volver a pagar por todo el daño que causaste en esta vida. Y eso sin contar las vidas anteriores. Pero las otras están muy detrás y no sabemos qué hay de ellas. Lo que nos preocupa es esta vida. Tampoco es que esté plagada de actos terribles. Recordá cuando salvaste aquel gato. ¿Te acordás? Se moría. Lo pisaba el auto si no te parabas delante de él, en medio de la calle, y obligabas al conductor de aquel Renault 2000 a desviarse y estrellarse contra una columna. Murieron todos; pero el gato se salvó. Era blanco y negro. Después lo mataste de hambre. Pero ese último tramo de vida fue vida que vos le diste, Demián. Fue una bendición tuya desde el momento en que lo salvaste de una muerte segura en aquella esquina de Bulevar Artigas y Colorado. ¿Quién puede castigarte por poner plazo límite a una bendición? Y están los que murieron en el auto. Eso fue un accidente. Vos querías salvar al gato. Pero no por eso vamos a decir que estás libre de homicidios intencionales. Acordate de tu tía Eustaquia, que en paz descanse. Cómo la asesinaste, hijo de puta. Y también has cometido violaciones, secuestros, raptos, extorsiones, copamientos, hurtos simples y agravados, rapiñas, atentados violentos al pudor, lesiones graves, profanaciones de tumbas, difamaciones e injurias, desacatos, ultrajes públicos al pudor, instigaciones públicas a delinquir y quién sabe qué más.
No, mentira. Sabés bien que es mentira. No serías capaz de hacer nada semejante, por más que has pasado horas y horas de tu vida tramando sangrientas venganzas, descomunales atrocidades y actos diabólicos. Pero jamás fuiste capaz de realizarlos. ¡Ni siquiera fuiste capaz de terminar con ese estúpido gato! Tuvo que morir de viejo ese hijo de puta.
A la mañana siguiente volví a ver al psicólogo. Le dije que había tomado una decisión.
-Voy a hacerlo.
-¿Lo pensaste bien?
-Sí... Me pasé todo el tiempo meditando acerca de eso. Hasta evalué los métodos. Me di cuenta que una muerte brusca no la resistiría. Tampoco una agonía lenta. Creo que voy a tomar veneno. Es lo único que funcionaría, en mi caso.
-Te veo muy decidido –dijo el psicólogo-. Estás demasiado consustanciado con la idea de envenenarte, por lo que creo que te voy a dar pase a psiquiatra.
Me recomendó el nombre de un psiquiatra y me dijo que lo fuera a visitar en la tarde. Me extendió el pase.
Le hice caso.
-¿Estás seguro que querés suicidarte o se trata sólo de un arrebato pasajero? –fue lo primero que me preguntó el psiquiatra.
-Completamente seguro -respondí.
-¿Lo has hablado con amigos y familiares? ¿Apoyan tu decisión?
-Mi madre aún no me respondió. El resto, por lo general, sí.
-Está bien –concluyó.
Tomó el recetario y comenzó a escribir en él, pero de golpe se detuvo, como recordando algo.
-¿Sos alérgico? –me preguntó.
-No, ¿por qué?
-El cianuro está contraindicado para alérgicos.
-¿Por?
-Se podrían brotar.
-Bueno... total, me voy a morir.
-Sí, claro. –asintió el psiquiatra- Pero no olvides que el velatorio es la última oportunidad de dejar una buena impresión.
-Está bien. De todos modos, no soy alérgico –le repetí.
Me dio la receta para una dosis de cianuro. Antes de que me fuera me dijo:
-Vení a verme dentro de quince días... –y enseguida se retractó- Perdón, no dije nada.
Cuando llegué a casa no estaban ni mi mujer ni mi hijo. Sobre la mesa de la cocina había un papel que decía:
“Fui con Martín a lo de mi hermana. Si te matás, llamame. Te quiero. Ceci.”
La llamé. Le comenté mi decisión. Luego nos dijimos todas esas cositas lindas que se dicen las parejas cuando van a separarse a causa del suicidio de uno de ellos, y nos despedimos.
Revisé el correo por última vez. Lo que son las cosas. Mamá había escrito. Me decía:
“Hijo mío: Si recibís este mail es porque aún no has tomado la decisión que viene rondando en tu cabeza, según has dicho, desde ya hace un buen tiempo. En primer lugar, debo disculparme por no haberte respondido antes. He estado muy ocupada últimamente, casi ni he tenido tiempo de sentarme frente a la computadora. De todos modos quiero decirte que voy a estar apoyándote en cualquier decisión que tomes y que podés contar conmigo para lo que quieras. Estás a punto de dar un gran paso en tu vida, y aunque ese paso sea hacia fuera de ella me pone orgullosa saber que estás encarando la situación con madurez. Y te digo una cosa: es normal que dudes. A quién no le pasa. No es algo que se decida a las apuradas, hay que tomarse su tiempo. Tu primo Valerio estuvo cinco meses para hacerlo. Y mirala a tu tía Hortensia, todavía sigue que sí, que no...
Te voy a pedir que me tengas informada acerca de cualquier cosa que decidas. Mandale muchos besos a Ceci y a Martincito.
Te quiero.
Tu mamá”
Le respondí en el acto. Le dije que había tomado la decisión y que lo iba a hacer. Un par de horas después, aquí estoy, escribiendo estas líneas, por si alguien quiere leerlas. Pero ya acabo. Allí está la píldora que me transportará... ¿hacia dónde? ¿Cómo será ese momento? ¿Me encontraré con los que se fueron antes? ¿Arderé en el infierno? ¿Me darán otra vida; aquí o en alguna parte? Ahora lo vas a saber, Demián. Se terminó el tiempo de la especulación. Estás metido hasta el caracú con todo esto, pero para bien o mal ya todo va a terminar. Tenés que encarar. ¡Encará, Demián! ¡Encará!
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