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lunes, 27 de octubre de 2008

M. Luz Maneiro Iranzo

Nuestro Invitado 

M. Luz Maneiro Iranzo nace en Ferrol, el 3 de abril de 1925. Cursa la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, especializándose en Filología Moderna (1942-1946). Ejerce su carrera hasta 1953. Ha escrito numerosos cuentos, novelas y poesias.

Fuente:Publicó su obra en Estandarte.com el 15 de junio de 2005.

Nocturno

Yo supe, antes que nadie, que volvía. Lo presentí mucho antes de que la casa se llenara de olor a lejía y a pintura, antes de que se recortaran los mirtos de la entrada y aún antes de que afinaran su piano.

Fue a mí a quien primero vio esperándolo en la puerta. Y sólo yo comprendí lo que ninguno adivinó entonces: su angustia y su miedo.

Lo acompañé cuando lleno de inquietud y cargado de regalos se acercó al lugar donde tenía que estar esperándolo ella.

Pero ella no estaba, se había ido y no volvería nunca, nunca.

Al saberlo, empezó a correr enloquecido por la pena de haberla perdido. Me asusté y lo seguí de cerca.

Bajamos hacia el mar por el acantilado abrupto. Las piedras rodaban a su paso y sonaban como notas de una marcha fúnebre.

- Está loco, está loco, decían.

Temí que quisiera ahogarse y me dije que me lanzaría al mar y moriría con él, si no podía salvarlo.

Las rocas de la orilla frenaron su carrera y desde allí fue arrojando al agua, una a una, las cosas que traía para ella.

Caían los libros abiertos como mariposas muertas, como mariposas muertas.

Guirnaldas de flores y vestidos flotaron en el agua, flotaron en el agua.

Volaban los pañuelos como gaviotas heridas, como gaviotas heridas.

Collares y pulseras se hundieron con brillo de puñales, con brillo de puñales.

Al fin desapareció todo y entonces se rió extrañamente.

- Está loco, está loco, pensé.

Intenté llamar su atención, pero no me vio siquiera. Miraba al mar como si algo desde el fondo lo llamara. Volví a tener miedo por él. Sentí su soledad y su amargura.

Empezó a llamarla a gritos en la noche. Intenté vanamente consolarlo. Lloramos sin lágrimas los dos.

- Está loco, está loco, pensé.

El viento lanzó de pronto una gran ola y pasó ululando a nuestro lado. Hizo gemir los pinos de la orilla y los maizales y los laureles lejanos.

Fue un grito de pena que nos envolvió acompañando la nuestra, como si quisiera decirnos que hay un misterio de dolor que nos alcanza a todos tarde o temprano, sin razones, sin porqués. Que verdaderamente sufrir forma parte de nuestro destino de seres vivos.

Pareció comprender. Se dejó caer en la arena húmeda y lloró entonces desesperadamente.

Yo me acerqué a él y puse mi cabeza sobre su brazo. Me acarició con tristeza. Me acerqué aún más. Hacía frió. Siguió acariciándome sin darse cuenta.

- Está loco, está loco, lamenté.

Pensábamos en ella. Los recordé a los dos, cogidos de la mano, recorriendo la playa en los atardeceres lluviosos del último verano.

Los veía perderse entre las cañas, jugando como niños a encontrarse.

Y en la noche de la larga despedida yo estaba cerca de ellos, sin sospechar este final amargo.

Sollozaba aún cuando salió la luna, que lanzó hasta nosotros un camino plateado sobre el mar. El viento se había calmado y rompían las olas casi sin ruido.

En el silencio sólo susurraban los pinares y los maizales y los laureles.

Descubrimos entonces las estrellas.

Cuando se levantó era ya un hombre nuevo. Se sacudió la arena con cuidado y volvimos a casa lentamente.

En silencio rehicimos el camino del acantilado, intentando no desplazar ninguna piedra. Lo sorprendí mirando hacia atrás, como si algo fuera a darle alcance. La luna, a través de los árboles, dibujaba nuestras sombras en el suelo.

De pronto nos pareció oír el eco de su voz. Esperamos. No. Fue sólo un balido lejano o el batir de las alas de algún pájaro.

Y su olor. A veces nos llegaba su olor y nos parábamos. Era la brisa que venía a través de los pinos y movía los laureles. Era la misma hierba que habíamos pisado. Y seguíamos andando muy despacio.

Llegamos a casa. Estaba la puerta entornada, el fuego encendido, la mesa puesta.

Se acercó al piano abierto todavía y la música lo llenó todo. Yo sabía que aún estaba triste, muy triste.

Me senté a sus pies. Quise decirle que quizá aquella noche había ganado en vez de haber perdido. Que siguiera creyendo y esperando, porque siempre se vuelve a empezar, después de todo. Y la suerte es una flecha que gira y nos alcanza cuando menos se espera.

Pero no se lo dije porque al fin y al cabo yo solo soy su perro.

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