A continuación reproducimos el texto de la conferencia que el escritor y ensayista peruano Julio Ortega pronunció en el acto conmemorativo de los treinta años de Monte Ávila. En ella se plantea abandonar la búsqueda de los orígenes, imperante en el pensamiento latinoamericano tradicional, y emprender la construcción de nuestra «verdadera historia», la cual aún está por hacerse. Según él, sin embargo, lo nuevo ya se vislumbra hoy en términos culturales y, por ende, en la escritura, como ejemplo de lo cual coloca seis «escenarlos» de la literatura venezolana de la actualidad. Julio Ortega es profesor del Departamento de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad de Brown, donde ha realizado una extraordinaria labor de difusión de la literatura venezolana. Entre sus obras destacan La mesa del padre y El discurso de la abundancia, publicadas por Monte Ávila.
I
Demasiadas veces se ha tipificado , y no pocas veces estereotipado, el gravamen del pasado en la cultura latinoamericana. Buena parte de nuestros intelectuales se ha resignado a una lectura determinista, explicándose América Latina en el peso sancionador de la tradición, la raza, lo colonial, el psicologismo, la dependencia, la frustración... También desde fuera se nos ha solido ver como más tradicionales que modernos, incluso como más arcaicos que innovativos. D.H.. Lawrence creyó ver en cada mexicano la punta de un cuchillo de obsidiana; Toynbee vio en el Perú que la conquista había ocurrido ayer. Pero buena parte de la historia latinoamericana ha sido animada por una voluntad cierta de porvenir. No se puede descontar la recurrencia de la visión utopista, que es entrañable a la versión moderna de una América Latina debida a las sumas del porvenir y a la racionalidad de las reformas. Jorge Basadre se quejaba en 1943 (haciéndose eco del gran Simón Rodríguez y su nomadismo fundacional) de la ausencia de utopismo en los pensadores y ensayistas peruanos, y reclamaba «la transformación de la búsqueda reorientándola hacia el futuro, el sueño del paraíso no perdido sino por encontrar». Sin embargo, nuestra historia puede leerse desde su horizonte de virtualidad, que es un futuro periodizable en sus fases independentista, republicana, novomundista, reformista, pluralista... Los latinoamericanos somos el producto de esa larga reforma: la promesa del proyecto moderno y, al mismo tiempo, una y otra vez, su contradicción. Bien dice Agnes Heller que la posmodernidad es más patente en los países de la periferia, donde el programa moderno es un reiterado incumplimiento.
Por lo mismo, en esta hora de los balances, hay que reconocer que, tanto como la pregunta por los orígenes, ha caracterizado a la autorreflexión latinoamericana la noción emancipatoria de que la verdadera historia está por hacerse y la nacionalidad democrática por construirse.
Esa vocacional proyección de futuro se tradujo en una cultura política de virtualidades, fundaciones y recomienzos. Y esta memoria del futuro ha cuajado, por lo menos, en las grandes novelas de los años 60 y 70; en las artes que sumaron la historia cultural a la vanguardia; en las artesanías de la transmigración popular; en el discurso de la sociedad civil y sus proyectos de negociación y redes de articulación. Pero hoy, cuando imaginar la inmediatez del futuro se nos torna en cuestión de vida o muerte, nos encontramos con que tampoco es suficiente la prospección estadística del futuro, sino que se trata ahora de la intemperie del futuro, que nos convierte en lectores nomádicos, como Simón Rodríguez, deambulando en pos del sentido, buscando articular nuestra lectura fuera del Archivo y del Museo. En esta sociedad que ensaya los desenlaces del futuro, cada quien se define ya por su turno en la lectura. Porque en lugar de la ciudad letrada, tan prefreudiana como preelectrónica, vivimos hoy la ciudad dialógica, donde cada interlocutor adquiere su identidad en los espacios descentrados de la esfera pública. La ciudad es el anfiteatro comunicativo, que nos promete compartir la información. La nueva plaza pública, ha dicho Paul Virilio, es la televisión.
Nunca ha sido más cierto aquello de que conocer la historia es concebir el futuro. La cultura política ha cambiado de repertorios y de agentes, pero su demanda mayor sigue siendo por un horizonte de concurrencia futura; es decir, por el proyecto de una democratización no por estar hecha en microrrelatos, menos radical. Las prácticas son ahora transfronterizas: suponen el mapa de las migraciones, literales y figurativas; el entrecruce de bordes y límites en toda dirección; así como la fuerza descentradora del deseo de cifrar y transgredir tanto la normatividad como las sanciones dominantes. Si es verdad que el pasado se reescribe desde la perspectiva del presente, poner en crisis a la temporalidad es hoy día nuestra forma de recordar y proyectar.
Visto desde aquí, el futuro legible se nos aparece como una temporalidad conflictiva cuya documentación factual (demográfica, económica, educacional, urbana, laboral) declara, como bien sabemos, un abismo entre las actuales «reformas y reajustes» y las masas de excluidos; tanto como una relación inversa entre población y recursos, y entre tecnologías y población entrenada. En el año 2025 Estados Unidos habrá crecido en 25 por ciento, pero México y Guatemala en 88 por ciento, lo cual quiere decir que el mapa de las fronteras habrá producido otra geografía humana (la imposibilidad de un mapa) y, seguramente, otro lenguaje. Virilio escribe que el gobierno norteamericano ha utilizado el sistema de vigilancia probado en la guerra de Vietnam, así como el material de acero usado en la guerra del Golfo, para amurallar la frontera con México; pero todo indica que el futuro norteamericano pasa por su redefinición hispánica (la tercera parte de la población estadounidense será hispánica). Y seguramente el futuro latinoamericano pasa por una mayor negociación con Estados Unidos. No pocas voces asumen ahora mismo las urgencias de estos espacios de intersección creativa. El artista mexicano-americano Guillermo Gómez-Peña, por ejemplo, que reescribe el inglés con el español, representa la inminencia de estos tiempos de hibridez. Una primera conclusión, por lo tanto, sugiere que si el futuro, en términos legibles (estadísticos), es casi impensable porque se cierne con signos catastrofistas; es, en cambio, imaginable en términos culturales, en la práctica dialógica y transdisciplinaria, donde el siglo XXI es ya un lenguaje anticipado.
En la literatura venezolana reciente, el nuevo siglo se adelanta por lo menos en los siguientes escenarios:
- El escenario del desencanto posmoderno, donde leemos la fragmentación, no pocas veces celebratoria, de los «grandes relatos» (como ocurre con las voces interpuestas de la narrativa de Juan Calzadilla Arreaza y Armando Luigi Castañeda);
- El escenario de los flujos de la migración, donde se evidencia el nomadismo cultural de un canje de fronteras (como se ilustra bien en la saga de retornos que ha levantado Miguel Gomes y en los ciclos que se desplazan en la poesía de Jacqueline Goldberg);
- El escenario de la desocialización del yo, que muestra al sujeto buscando recusar el destino social que le imponía su ciframiento moderno (como podría comprobarse en la narrativa de Ricardo Azuaje, Israel Centeno y Milton Ordóñez);
- El escenario de la incertidumbre del sujeto, que revela la objetividad desasida de los repertorios de consolación previstos (tal como ocurre en los «banales» de Stefania Mosca, y en las fábulas de Gabriel Jiménez Emán y Wilfredo Machado);
- El escenario de la emotividad discernida, donde el espacio comunicativo restablece un orden fugaz y más cierto (como es el caso de las ficciones parpadeantes de Antonio López Ortega y de los paisajes hiperurbanos de Cristina Policastro);
- El escenario de los rituales de intersección, donde el lenguaje explora umbrales y enveses, liberado a sus enigmas y adivinaciones (como se advierte en la poesía de María Auxiliadora Álvarez, Patricia Guzmán y Carmen Verde Arocha).
Con ellos (y otros más que ahora mismo escriben) concluye la vieja etapa del naturalismo populista y del criollismo costumbrista como explicaciones tópicas y estereotípicas del malestar social. Y se demuestra, de paso, que el criollismo (la pintura de color local, en que ha recaído mucho cine latinoamericano, tal vez por influencia del populismo del cine cubano) es, en verdad, una lectura sin futuro de la sociedad conflictiva: perpetúa la picardía, la violencia compulsiva y el sentimentalismo a falta de agudeza crítica y visión poética. Pero tampoco es insólito que algunos escritores chilenos y mexicanos recaigan en este costumbrismo fácil, ya que América Latina se ha vuelto más difícil de pensar y las fórmulas a la mano facilitan su lectura.
Por otra parte, se puede afirmar que los nuevos escritores latinoamericanos adelantan el fin de la era traumática en la cultura latinoamericana. La noción de sujeto que emerge de estos autores no se explica ya por las tesis culturalistas del origen como fracaso y trauma; tesis que fueron elaboradas en el medio siglo latinoamericano para dar cuenta de una historia social de carencia y expoliación. Las hipótesis tremendistas de que América Latina es producto de una violación histórica, de que somos socialmente subsidiarios de la violencia, de que la mezcla de razas es un menoscabo, de que el resentimiento clasemediero o la autoderogación pequeñoburguesa nos destinan, se han convertido, en este fin de siglo, en meros mitos psicologizantes, mecánicos y simplificadores, que no dan cuenta de la calidad imaginativa de nuestras artes, de la capacidad creativa de la resistencia cultural popular, de las estrategias de negociación de la sociedad civil; mucho menos del espesor vivo de la cotidianidad que, con todas las razones en contra, sigue humanizando a la violencia, procesando a la carencia, y reapropiando los lenguajes dominantes. El predeterminismo fatalista de Octavio Paz en El laberinto de la soledad,por ejemplo, coloreó por demasiado tiempo las visiones presentistas de la historia mexicana, sobreleída como mera violencia y bastardía. La madre traidora y el padre burlador no sumaban un romance familiar creativo sino un melodrama clínico. Curiosamente, hoy «los hijos de la Malinche», reducidos a «hijos de la chingada», a huérfanos del discurso nacional, reaparecen, luego de la telenovela venezolana y el bolero mexicano, en las películas de Pedro Almodóvar, como sujetos sociales de la comedia «euro-trash», un subgénero reciclado donde los «hijos de puta» literales son los agentes del romance urbano (como ocurre en Carne trémula, donde se canta un vals peruano en aire flamenco por un grupo catalán). Por lo demás, las sanciones retóricas de Mario Vargas Llosa («¿en qué momento se jodió el Perú?») o de Emilio Azcárraga (México, país de «jodidos» que compensar con telebasura) resultan no sólo autoderogativas sino carentes de futuridad. Pero no porque la violencia y la frustración hayan desaparecido (al contrario, se han acentuado en todas partes a través de la pobreza endémica, el machismo impune y el racismo campante); tampoco porque la amoralidad no prevalezca (a través del egoísmo, la amnesia y hasta el autismo cultural); sino porque para los más jóvenes se han vuelto insuficientes todas las explicaciones globales, que van del paradigma de una América Latina destinada a la modernización —ilusión que sucumbe con la corrupción de todo signo en el gobierno de Carlos Salinas y su promesa de un México en el «primer mundo»—, hasta las versiones autoritarias, como son las ortodoxias del comunismo estatista pero así mismo las del capitalismo salvaje de un mercado darwiniano. Ha concluido, por lo demás, la concepción de un intelectual iluminado, capaz de dictaminar, con parejo encarnizamiento, el destino marxista primero y el futuro neoliberal después. Primero, porque el escritor como juez olímpico ha terminado en mero opinador dominical, y segundo, porque los géneros que propagan la autoridad del yo (la crónica impresionista, la voluntad de verdad, el testimonio de fe) han trivializado el uso de la primera persona. Si algo tienen en común los escritores y artistas que hacen ya el porvenir es que no adhieren a la voluntad de poder de uno u otro discurso dominante.
Por lo demás, el futuro ya no es nacional. Se hace en la trama dinámica y contradictoria de la globalidad y la regionalidad, que no son meramente opuestas, que se construyen como espacios de identidad heteróclita. Primero, porque las tecnologías son hoy reapropiadas extensamente por las redes comunicativas desde la periferia (gestándose varios centros y varios márgenes interactivos), y segundo, porque la identidad, que retorna hoy con todos sus derechos a la diferencia, se construye en la diversidad, no como esencial y discriminatoria sino como funcional e inclusiva. Es una identidad, por eso, hecha en la fruición del cambio y en la comunidad del intercambio; dada a lo nuevo y fugaz tanto como a las redes de interacción donde el sujeto es, antes que nada, alguien en el turno de la palabra. En estos tiempos posteóricos se afirma el modelo del diálogo, la práctica de una conversación animada por su complicidad, ironía y celebración.
Bajo la persuasión del futuro, toda verdad supuesta se torna relativa. Y no por mero escepticismo sino por la necesidad de volver a las palabras, a los nombres, para recomenzar fragmentariamente, con humor y tolerancia, no sin indignación pero con esperanza. Es revelador, por eso, que lo objetivo se adelgace en manos de escritores que ya no requieren darnos una construcción flaubertiana ni una versión historicista; que no precisan de un entorno realista ni mágico-realista. La objetividad parece depender de las nuevas subjetividades, que dan cuenta de la cotidianidad como excepcional, de lo trivial como ritual, de la socialización como reversible, y, en fin, de la experiencia de este fin de siglo no como resignadas catástrofe y apocalipsis sino como incertidumbre y desafío.
Esta vez, el fin de siglo no es de nostalgia y decadencia sino el trance de una hipersensibilidad que, sin ilusiones pero con vocación de esclarecimiento, explora la calidad emotiva, la capacidad dialógica, la inteligencia mundana, de un sujeto que se desplaza fuera del Archivo (fuera de las normatividades) hacia las aperturas de lo procesal, donde las innovaciones le confieren un lenguaje mutuo.
II
Una primera conclusión es que los más jóvenes se deben a otra representación: para ellos el mundo es menos remoto, más inmediato, y se manifiesta como cotidianidad; pero se deben también a otra temporalidad: la página es un registro emotivo, el lenguaje es más enunciado que textual, el hablante está más cerca del lector, el acto poético es menos performativo y más dialógico.
Y sin embargo me doy cuenta de que en todo esto hay una paradoja formidable: al acercarse el nuevo siglo, casi todos nos hemos vuelto más jóvenes. Aun si mi lectura aquí se limita a lo más reciente, no ignoro que lo nuevo no está en la novedad; porque la fuerza de cambio, el deseo de transgresión, la voluntad crítica, la pasión por la ruptura, instauran lo nuevo donde uno sea capaz de encontrarlo.
En el horizonte de la lectura nacional, un lector adelantado es capaz de recobrar lo más nuevo de Andrés Bello, Rómulo Gallegos y Teresa de la Parra. El sentido de futuridad que hay entre los grandes escritores peruanos, elInca Garcilaso de la Vega, Mariátegui, Vallejo y José María Arguedas, es de una actualidad que excede al presente; por más que algunos lectores quieran convertir a esos paradigmas del cambio en archivos clausurados, en museos imaginarios, y hasta en mero arcaísmo. Garcilaso entendió que su lector formaba parte del futuro mestizaje cultural del Perú; Mariátegui habló desde el «alma matinal», que es una página apremiada y feraz; Vallejo se tomó varias libertades con el futuro, llamándonos hermanos en lo por hacer, y pretendiendo que sólo la muerte morirá; Arguedas, en fin, encarnó el fluir mismo de las sumas peruanas desiguales, y su obra nos dice que el Perú es una lectura en voz alta, una inminencia de la voz compartida. Bien visto, cada uno de ellos, en algún momento decisivo de su obra, le puso fuego al archivo de la normatividad, que sanciona, y al canon dominante que satura.
Por ello, traigo aquí a cuento el trabajo poético del venezolano Juan Sánchez Peláez y del peruano Jorge Eduardo Eielson. Estas obras de plenitudes fugaces se proponen nada menos que leer el desierto de la costa, en un caso, y la delgada floresta, en el otro. Como ante un tejido Parcas, Eielson desata el hilo de un espacio radical (raigal) del deseo, reaunándolo y señalizando su color. Pero leer el desierto es aquí convertirlo en un tiempo que se enhebra como habitable. En cambio, Sánchez Peláez trata de desatar la espesura forestal para hacer un claro en el bosque del discurso En ambos poetas las reafirmaciones vitales, las formas dúctiles y la claridad lírica forjan el lenguaje nomádico y tutelar, que es un asedio, una pura traza del camino.
La pregunta más pertinente en la teoría cultural de este fin de siglo concierne a la naturaleza asistemática de los textos y las obras de arte. ¿Cómo, en efecto, leer los objetos culturales que se proyectan y exceden el presente? ¿Cómo hacer legible lo que nos llega del futuro y aún no se configura del todo? El modelo de lectura hasta ayer dominante fue el «genealógico», que supone remontarse al Archivo, a la fuente productora de los textos. Leer se convirtió en una operación melancólica: cada elemento del texto remitía a uno anterior, que lo explicaba. Esta virtud filológica, sin embargo, terminó saturando a los textos y convirtió a la crítica en una operación museológica. Instauró, además, una lectura sospechosa, basada en la idea de que todo se explica por sus fuentes recónditas. Pero creer en códigos, normatividades y cánones que dan cuenta de la escritura, significa paralizar al texto con un reduccionismo semántico y sobreimponer la autoridad jurídica del crítico. El otro método de la lectura es el procesal, que busca señalar los procesos de cambio y que no concibe a la obra como conclusa y cerrada sino como un flujo siempre cambiante. Hoy es más pertinente leer en esta otra dirección, hacia adelante; porque los objetos culturales han perdido su estatuto normativo, su índole disciplinaria prefijada, su familia de imágenes retrazable; se han hecho híbridos, desplazados de sus orígenes, fronterizos. Son objetos en movimiento transformativo y resultan más difíciles de leer y describir. Pero las rutas de lo nuevo, abiertas entre flujos y texturas de exploración, demandan de la lectura actual las nuevas articulaciones que levanten escenarios de la intemperie y tracen los parajes del reconocimiento.
Pienso, como lector arriesgadísimo, que cada escritor no inventa necesariamente a sus precursores, como creyó Borges desde la causalidad del linaje literario. Inventa, más bien, a sus lectores futuros: en este caso, en la cotemporalidad de la poesía, el poeta elige a los grandes practicantes de una lectura modélica donde su propia escritura empieza a descifrarse, a hacerse legible. Por eso, los nuevos poetas cubanos se leen a sí mismos en una demanda superior: la poesía de José Lezama Lima. No desde un estilo de escribir sino para una exigencia de leer. Estos poetas no son sólo excelentes sino que están favorecidos por una excelencia de empatía. Tanto, que han demostrado el coraje de una opción artística tan válida como cualquier otro proyecto vital, tan cierta como cualquier noción de futuro. Deben ser de las pocas y raras promociones poéticas que han sido capaces de influir a sus mayores, demostrándoles que en la independencia del arte hay una validación interior y una apuesta creativa contra todas las limitaciones. Pero no es sólo Lezama; son también Cintio Vitier y Fina García Marruz, César López, Manuel Díaz Martínez y Reina María Rodríguez; más que precursores, posprecursores, porque dan curso a una ciudad del habla anticipada. La poesía cubana, dentro y fuera de Cuba, es uno de los estados de gracia que el habla latinoamericana ha sido capaz de encender, animada por todos los vientos opuestos.
No es muy distinto el caso de los más jóvenes poetas peruanos, que han hecho de Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela y Pablo Guevara no los ejemplos de una tradición actualizada sino los practicantes de una próxima libertad. Y es paralela la experiencia de complicidad, y a veces de soledad, encontrada en Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Ramón Palomares,Hanni Ossott, a quienes los más jóvenes poetas venezolanos frecuentan intermitentemente. Los jóvenes se releen en la obra de estos grandes artistas de la palabra rotante, que no se fija o agota en la página; y lo que dice lo permuta entre equivalencias, fulguraciones y refutaciones. La poesía es esta primera lectura entredicha.
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