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sábado, 7 de febrero de 2009

Recién comienza

Nuestro Invitado 

Por José Gnatiuk 

Había viajado a la casa de su hermana que vive en la Costa Atlántica Argentina , más precisamente en Santa Teresita. Iba a cumplir sus 50 años con Ana. Estaban viudas desde hacía bastante tiempo, lo cual las unía aún más. Tenían tantos recuerdos, tantas cosas en común desde la infancia allá en Quilino... Además, habían nacido con un año de diferencia. Ana era mayor, pero coincidieron hasta en la fecha, el día y la hora. El 19 de diciembre a las nueve y treinta de la mañana. En verdad, eso constaba en el acta de nacimiento del Registro. Con la firma y sello aclaratorio del mismo “Oficial Público Encargado de la Oficina del Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas”. 

Julia tenía dos hijos, igual que su hermana. Las dos eran de profesión “Ama de Casa”. Por eso figuraban en todas partes como “desocupadas”. (Ironía?. Qué va! Hablamos de Argentina). Percibían las dos una pensión correspondiente al fallecimiento de los respectivos esposos. Al estar solas, porque “los chicos” ya eran grandes, les alcanzaba para vivir con cierto desahogo económico. Por eso se visitaban alternativamente para la época estival. Un año en Quilino en la casa de Julia, y otro en Santa Teresita, en lo de Ana. 

Hay cosas que resultan obvias. Pero hay que decirlas. No tenían aventuras amorosas. Eran personas respetables. Buenas vecinas. Buenas madres. Habían sido buenas esposas. Y, al ser buenas hermanas, compartían la alegría de festejar el cumpleaños cada año en cada lugar desde hacía ya siete años, siendo éste el octavo. 

Hicieron lo de siempre. Fueron a los mismos sitios. Conversaron con los mismos vecinos. Saludaron a todos sus conocidos. 

Hola, Julia! Qué gusto de verla!, dijo muy convencido Jorge, el almacenero del Barrio de Ana, que durante todo el año preguntaba por ella. Parecía tener mucho interés en conversar más; pero la timidez natural y tal vez una crianza signada por patrones de conducta ciertamente castradores, habían forjado su carácter que lo hacía inepto para este tipo de eventos. Quizás fuera esa la causa por la que aún estaba soltero a pesar de haber tomado hacía cuatro años la curva de los cincuenta. 

Alguna vez Ana le comentó a Julia que Jorge la pretendía. Pero ella sonreía, complacida sí, aunque cerrando inmediatamente las puertas de las posibilidades. 

Tenían códigos las hermanas. A veces con simples gestos. O miradas. Y sabían hasta dónde tenían que llegar para no invadirse mutuamente. 

Todo era cíclico en esta relación fraternal. Cumpliendo esas pautas, en la víspera del cumpleaños fueron a la playa a caminar. Les gustaba hacerlo mientras recordaban sus vivencias en la vieja casona del querido pueblo del Norte Cordobés. Especialmente los juegos en el gran parque sombreado por Algarrobos, Talas, Moradillos, Quebrachos (de los dos) y toda especie autóctona que su padre se empeñaba en conservar, más algunas como Pinos, Álamos y hasta un Abedul tenían que había cultivado con esmero, tal vez previendo lo que vendría a muy corto plazo en pro de los actuales monocultivos, que tanto daño le han hecho al suelo y tanto bien a ciertos bolsillos inescrupulosos. 

Transitaban los primeros metros (más o menos 20 o 30) por la costa, gozando del contacto de sus pies desnudos con la fina arena, cuando Julia resbaló y al caer golpeó fuerte con su costado izquierdo contra una roca bastante grande y escarpada que emergía del agua cada vez que la ola se alejaba. 

Lo que siguió fue patético. Llegaron al Hospital y las hicieron esperar cuarenta y cinco largos minutos. Tal vez porque Julia no tenía heridas y por ello no sangraba. O por el simple “humor testicular” del pelotudo que estaba atrás del mostrador y no estaba capacitado ni para llamar al Médico de Guardia. 

El caso es que, una vez ingresada al consultorio, no había suficientes camas. Y aunque es inadmisible, inconcebible, tremendo, terrorífico, esperaron a que falleciera una paciente que estaba en la cama 17. Cambiaron rápidamente las sábanas y la internaron a Julia para que esperara hasta la mañana siguiente cuando regresara de sus vacaciones la Directora del Nosocomio, que era quien tenía que autorizar el uso del equipo de Rayos. Y además llevaba consigo la llave de la sala correspondiente. ¿Será posible?. Si. Es posible. 

Cuando la Dra. Sabarini llegó a eso de las diez de la mañana y con unas ganas bárbaras de contar su aventuras veraniegas, Julia hacía 14 horas que ocupaba una batea en la morgue a la par del cuerpo de la desconocida que la precediera en la cama 17. 

Ana era una sombra a la que la mochila de una tremenda pena encorvaba mientras realizaba todos los trámites de estilo: Avisar a sus sobrinos en Córdoba, a sus hijos en Capital Federal, ir al Registro Civil, comunicar al Servicio Funerario para realizar el traslado hasta Quilino, etc. etc. etc. Y todo sola. Nadie tuvo la gentileza de acompañarla. Jorge pudiera haberlo hecho, pero ni se enteró de la desgracia en esta instancia. 

Cuando, finalmente, al día siguiente se encontraron todos reunidos en la sala mortuoria del pueblo natal, abrieron la tapa del ataúd y se encontraron con que la ropa que llevaba el cadáver que estaba allí era de Julia, pero la muerta era la que ocupara primero la cama 17. 

Luego de las primeras averiguaciones que hizo un Letrado amigo de la familia que casualmente presenció el horror en los rostros de los familiares de Julia, se enteraron que ésta había sido cremada en un Crematorio de Santa Teresita. 

Hicieron la denuncia penal, a los medios, se constituyeron en querellantes particulares. Pero... Estamos en la feria judicialde enero. La Señora Justicia nunca se saca la venda de los ojos. No va a hacerlo en estas circunstancias por más que todo el País se encuentra conmocionado. 

Entramos en el terreno de las conjeturas. Todos somos investigadores. Todos tenemos hipótesis, pistas firmes, soluciones al mejor estilo holmesiano. Los medios abruman a los familiares, los martirizan, renuevan el dolor a cada instante. Potencian el drama. Y a pesar de todo, esto recién comienza. 

Fuente: Estandarte.com

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