En pleno apogeo de una antigua civilización, hace 1.100 años y a dos kilómetros y medio de la desembocadura del río Zaña en el Océano Pacífico, se desarrolló una majestuosa ceremonia. Esta vez el ritual fúnebre no era para sepultar a un dignatario con sus ofrendas y concubinas, sino para enterrar un pequeño palacio sagrado, en el que los mejores artesanos del reino plasmaron varios rostros míticos, personajes semidivinos y escenas iconográficas en muros polícromos que abarcarían más de 40 metros cuadrados.
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