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viernes, 4 de junio de 2010

Homenaje a un querido profesor

                                                                          
AUGUSTO EGÚSQUIZA VIDAL (Q.D.G.)
  
Julio R. Villanueva Sotomayor

Cuando salí de Pomabamba  a otros lares, no quise despedirme de Augusto Egúsquiza Vidal, así como de ninguno de mis compañeros de estudio y otros profesores del Colegio Nacional Monseñor Fidel Olivas Escudero. No asistí a la ceremonia de clausura, a pesar de que sabía que me iban a proclamar como primer alumno de la promoción. La tristeza me iba a invadir el alma, iba a roer mis entrañas. Preferí mantener los “ojos retenidos”, como los discípulos de Emaus (Lc 24,13-35), y que la procesión se aloje en la memoria para que el anda de mis felices recuerdos gobierne mi vida por mucho tiempo. Desde entonces, he tratado de vivir de las luces, despojándome de las sombras; oscuras e inoportunas diablillas que despojan la sonrisa a cualquier ser humano.

Una de las figuras del “lado de las luces” (dizque: Platón) que me ha acompañado permanentemente ha sido la del profesor Augusto Egúsquiza Vidal, quien, desde su primera clase de castellano, me impactó sobremanera y se convirtió en uno de mis paradigmas. Nunca provocó alboroto en la clase. Su talante y sus conocimientos fueron suficientes cartas de presentación para que la juventud de entonces lo respetara y lo siguiera con admiración.

Me acuerdo que el profesor Augusto siempre ingresaba por la puerta de nuestro salón con la sonrisa todavía a flor de labios, expresión final de una sonora carcajada por algún chiste que habían festejado, él, Aquilino Santos, Eberth Escudero, Renán Olea, Jacinto Cueva, Fernando Olea y otros contertulios a la hora del recreo, en la sala de profesores, y donde el profesor Augusto era uno de los animadores, como el más bromista y toma pelo. ¿Qué alumna o alumno no iba a contagiarse con la alegría con que el profesor se presentaba a clase? Amén de su alto talle, su porte de gentleman, buenmozo, impecablemente vestido, casi siempre con corte inglés: saco de dos botones y de color marrón recuadrado sobre fondo claro, pantalón marrón, calzados marrones, camisa blanca y corbata roja.

- ¡Mira! Hoy se ha puesto un terno azul y se ve más guapo todavía… 
- ¡Claro!, hija, va a dar su discurso por el Día de la Madre en la Plaza de Armas.

El discurso fue emocionante, como los de las siguientes ocasiones, porque otra faceta del profesor Augusto fue su admirable oratoria. Rompió con todas las reglas de la clásica oratoria pomabambina. Como recurso literario, dio mayor belleza a sus ideas o conceptos recurriendo al uso de una media docena de palabras  nuevas. El oyente, alumno y/o padre de familia, se veía obligado a terminar de descifrar lo que había querido decir el profesor consultando el diccionario, muchos minutos o muchas horas más tarde. Puedo afirmar que, casi como en sus clases de castellano, el profesor Augusto, nos obligó a enriquecer nuestro vocabulario y a reflexionar sobre sus ideas durante y en las horas siguientes de sus discursos. 
Para iniciar su alocución, muy propio de él, era pararse frente al público –plaza, proscenio o balcón del colegio- con el pie derecho adelante. Daba una mirada al sitio donde estaban los profesores; luego, al lugar de los invitados; … al de los alumnos. Acto seguido, miraba al frente: serio, circunspecto; doblaba sus brazos adelante, contemplaba las uñas de sus manos por unos segundos y antes de levantar la cara, con voz tímida, decía: “Señoras, señoritas, señores, alumnos todos…”. A continuación, con voz más fuerte, la cabeza erguida, modulando las palabras y adornándolas  con brazos y manos, en un juego de gestos y mímicas bien estudiados, iba cautivando al auditorio. Muchos de nosotros estábamos con lapicero en mano para captar la nueva palabra o la idea significativa, mientras otros aguzaban la mente para memorizarlas. Las frases finales eran recompensadas por nutridos aplausos y por un murmullo general que empezaba a descifrar las “palabras difíciles” o ya se afanaba en la búsqueda de aquél que sabía su significado. Generalmente, esa búsqueda se prolongaba hasta la casa, a las páginas del diccionario, y el aplauso dentro de nosotros hacía el orador se consolidaba porque la alegría nos invadía el alma por haber descubierto una o unas nuevas palabras. ¡Por fin, el mensaje estaba completado!

En las clases de literatura, el profesor Augusto nos embelesaba haciéndonos escuchar, con voz suave, nítida y ondulada: poesías, cuentos y fragmentos de novelas. Para empezar a entender lo leído, lo primero que hacía era que descubramos las “nuevas palabras” y “su significado”. De esa manera enlazaba el arte de las letras, que es la manera de expresar algo de manera bella, entre sus discursos y lo que habían escrito otros. Poco a poco nos familiarizamos con el “mata burro” y me acuerdo que cuando estábamos en primero de secundaria uno que otro tenía el bendito diccionario, pero en quinto año todos teníamos uno; y uno que otro: dos o tres.

Con él nació la afición al buen decir, a leer lo difícil y entenderlo, a hablarnos bien para comunicarnos bien y, de paso, a estimular nuestra afición por la literatura. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Gustavo Adolfo Bécquer? El profesor Augusto nos indujo a leerlo desde el momento que  recitó: “Volverán las oscuras golondrinas” y cuyas primeras estrofas dicen:
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala  a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestro nombre..
Ésas… ¡no volverán!

Para la época juvenil y en esos tiempos, el romanticismo de Bécquer nos cayó a pelo y entre los integrantes de la promoción nos quitábamos un libro de pasta roja que apareció por ahí y que recopilaba sus poesías, las que se convirtieron en el laúd de la musa de nuestros sueños.

Cuando una vez me tocó actuar en unas efemérides de la conquista española, le dije: “Profesor, no quiero alabar a los conquistadores y no sé todavía porqué Atahualpa cayó tan fácilmente en la trampa que le hizo Pizarro, ¿qué poesía me recomienda?”. El profesor Augusto esgrimió una sonrisa y me respondió: “Entonces, recita la poesía `Los caballos de los conquistadores´, de José Santos Chocano, pero solo las primeras cuatro estrofas”. Así lo hice y aquí las transcribo:
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.

Luego, llegué a descubrir que esta poesía tenía más del doble de estrofas y que Chocano era uno de los poetas de América más prolijos, con poesías que pasaban las sesenta estrofas. ¡Qué tal capacidad de creatividad! ¡Un verdadero artista de la palabra!

Una vez lloré cuando una compañera, gran actriz, recitó otro poema de Chocano: “Nostalgia”, que empieza así:

Hace diez años
que recorro el mundo
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

En otra ocasión, nos llenamos de patriotismo cuando el profesor Augusto, con voz trémula, recitó en clase la poesía de Alejandro Romualdo: “Canto coral a Túpac Amaru, que es libertad”, que empieza así:
Lo harán volar
con dinamita. En masa,
lo cargarán, lo arrastrarán. A golpes
le llenarán de pólvora la boca.
Lo volarán:
¡y no podrán matarlo!
Desde entonces, Alejandro Romualdo y su “Canto coral…” se convirtieron en nuestro pasatiempo académico e hicimos un concurso para saber quién lo recitaba mejor y nos represente en la siguiente Semana Patriótica, cuya organización nos tocaba. Me acuerdo que  nos ganaron las mujeres, una de las cuales la recitó en plaza pública y fue muy aplaudida.

César Vallejo fue un poeta muy difícil para nuestra pobre mente. El profesor Augusto nos dio las primeras rutas para entenderlo y cuando le inquirimos el porqué de ese enredo, nos dijo:

- No se preocupen. Poco a poco y después de varias lecturas se van a enamorar de Vallejo. Él mismo, cuando un estudiante le dijo: `Maestro, no entiendo este verso´, le contestó: `Yo, tampoco´. Pero fue un genio y su maestría en el manejo de la prosa irá agrandándose con el tiempo”. Dicho y hecho, ahora, el mundo lo reconoce como uno de los mejores poetas y sus versos cautivan a tirios y troyanos, empezando por éste que se lo dedicó a la “dulce Rita”:
Qué estará haciendo a esta hora mi amada y dulce Rita,
de junco y capulí,
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

En lo que a mí respecta, los versos de Vallejo me impactan cada vez más. Con un increíble lenguaje, se presenta como el  Vallejo rebelde, desafiante, el Vallejo místico, sufriente. Con ironía, dice que más grande que su propio sufrimiento es el sufrimiento de Dios por la humanidad. “Yo, te consagró Dios”, le dice. Reconoce que el amor más puro es el “Amor del Niño Jesús”.

La figura de Augusto Egúsquiza Vidal, para mí, sigue enhiesta, pervive como una imagen permanente. Quiero conservarlo así, la del Augusto de mis días juveniles; tal cual fue, con todo su esplendor.

Mi mejor deseo es que, como homenaje a su memoria, en los corazones de todos sus alumnos florezca la “rosa blanca”, aquella del cariño, respeto y amistad que tuvimos con el profesor Augusto Egúsquiza Vidal, y podamos seguir diciendo, como José Martí: Cultivo una rosa blanca/ En Junio como en Enero,/Para el amigo sincero,/Que me da su mano franca.

- Perdóneme profesor Augusto, pero, así como no quise despedirme de usted cuando me vine a Lima tampoco he querido hacerlo en el momento de su partida final, porque me iba a poner más triste de lo que estoy y no quiero que se marchite mi “rosa blanca”. 
Lima, 26 de abril de 2010 
Julio R. Villanueva Sotomayor 

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